El Dios que dio lo más grande
“¿Qué diremos? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no eximió ni aun a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará junto con él, gratuitamente, todas las cosas?” (Romanos 8:31, 32).
Cuando pasas tiempo contemplando a Dios a través de lo que él mismo revela de sí en la Biblia, te das cuenta de que el Señor es abrumadoramente grande y poderoso, de que sus recursos son ilimitados, y de que es puro y santo. Te maravillas de la fidelidad de Dios, de su capacidad para decir siempre la verdad, y del perdón completo y perfecto que nos ofrece. Llegas a entender que Dios es un ser incomparable, digno de toda la honra y la gloria que podamos tributarle. Y entonces viene la parte de la comparación con uno mismo.
Cuando todas las cualidades de Dios son contrastadas con las nuestras; cuando su condición es comparada con nuestra condición; cuando reflexionamos sobre nuestro carácter después de haber reflexionado sobre un rasgo del carácter divino, nos sentimos abrumados, con la sensación de que no somos nada más que pecadores, infieles, mentirosos, egoístas e ingratos. No hay posibilidad de alabarse a uno mismo ni de sentirse grande cuando nos contemplamos en contraste con el carácter de Dios. Tanto es así, que a veces llegamos a pensar: “¿Realmente le importaré a un ser tan glorioso y único? ¿Será verdad que está dispuesto a tener amistad conmigo y a permanecer a mi lado para siempre? ¿Podría yo creer que todos sus recursos realmente están a mi disposición?” Si alguna vez te asaltan preguntas como estas, no olvides que el Calvario fue un lugar real, donde Jesús, el Hijo de Dios, dio su vida por ti. Ese acto de amor y gracia, ese sacrificio abnegado, contó con el consentimiento y la participación plena del Padre.
Si el Padre dio a su Hijo por ti, ¿no podrá darte todo lo demás? ¿Habrá para Dios algo más grande que la vida de su Hijo? Tú sabes que la respuesta es no; y también sabes que eso significa que ya él te dio lo más grande. Así que, fuera para siempre la duda, el temor y la falta de gratitud. Sí, nuestro Dios es grande, inmensamente grande, y lo más grande es su amor por ti. Aférrate a él para siempre, entrégale tu vida cada día, habla de él con todos aquellos a quienes amas y prepárate para vivir con él por toda la eternidad.