“Los amaré”
“Yo los sanaré de su rebelión, los amaré de pura gracia” (Oseas 14:4).
Una mujer me contó la amarga experiencia que vivió durante una tarde plomiza, en una concurrida ciudad latinoamericana. Al salir de un centro comercial, de pronto sintió un objeto metálico sobre su cuello, mientras una aterradora voz le decía: “Quédese tranquila, no haga nada y entrégueme el celular”. Entre ese fatídico instante y el momento en que el atracador tomó posesión de su teléfono, una inmensa ola de pensamientos comenzó a rondar por su mente. Me aseguró: “Pastor, pensé que ese sería mi último día de vida. Entonces me pregunté si les había dicho a mis padres, a mis seres queridos, a mis amigos… cuánto los amo. En ese momento tomé la decisión de expresarles mi amor cada día”.
Precisamente porque somos hijos de la muerte, porque eso que llamamos “vida” es una experiencia muy frágil y fugaz que se puede esfumar en el momento menos pensado, nuestro bondadoso Dios no deja pasar un día sin hacernos saber cuán grande es su amor por nosotros.
Quizás podríamos suponer: “Bueno, Dios ama a la persona que fue atracada, pero no ama al atracador”. Pero nos equivocamos, porque los dos son amados por el Padre celestial. En el libro del profeta Oseas, el Señor declaró: “Los amaré de pura gracia” (Ose. 14:4). Esa promesa le fue dada a Israel cuando la nación se hallaba sumergida en una espantosa idolatría. Los descendientes de Abraham se habían rebelado contra Dios, habían quebrantado la ley divina y habían concertado alianzas impías con naciones extrajeras. ¿Y cómo reacciona el Señor ante semejante desapego de su pueblo escogido? La reacción divina fue darles una preciosa y grandísima promesa: “Los amaré”. Es un amor sin condición, sin límites, inagotable; un amor que no se detiene ante la infame infidelidad humana. “Los amaré” incluye tanto a la persona atracada como al atracador. Para todos es la misma gracia, que se despliega durante nuestras rebeliones.
Si hoy acabara nuestra tránsito por los caminos turbulentos de esta tierra, podemos estar completamente seguros de que hay un Padre en el cielo que nos ama, un Dios que “con su amor [nos] dará nueva vida” (Sof. 3:17, DHH). Esta no es una promesa para el futuro, es una realidad presente.
El último libro de la Biblia se refiere a Dios como alguien “que nos ama” ahora, en este preciso instante (ver Apoc. 1:5). Nuestro Padre celestial no deja pasar ninguna oportunidad para hacernos saber que nos ama, y lo seguirá haciendo “con amor eterno” (Jer. 31:3).