Dios lo ve todo
“Los ojos del Señor están en todo lugar, mirando a malos y buenos” (Proverbios 15:3).
En el libro de los Hechos, se cuenta la terrible historia de dos personajes de la iglesia cristiana primitiva: Ananías y Safira. Este matrimonio, en un contexto en que muchos creyentes vendían lo que tenían para suplir una necesidad puntual de la iglesia naciente, decidió vender una heredad (5:1). Habían contraído el compromiso con los apóstoles de entregar todo el dinero de la venta para el desarrollo de la obra, pero se quedaron con una parte y entregaron la restante. Pensaban que nadie los descubriría, olvidando algo crucial sobre Dios: él lo ve todo; sus ojos están en todo lugar.
El Espíritu de Profecía expresa con gran claridad qué pasaba por la mente de Ananías y Safira. Ellos “notaron, sin embargo, que quienes se despojaban de sus posesiones con el fin de suplir las necesidades de sus hermanos más pobres, eran tenidos en alta estima entre los creyentes; y sintiendo vergüenza de que sus hermanos supieran que sus almas egoístas les hacían dar de mala gana lo que habían dedicado solemnemente a Dios, decidieron deliberadamente vender la propiedad y pretender dar todo el producto al fondo general, cuando en realidad se guardarían una buena parte para sí mismos. Así se asegurarían el derecho de vivir del fondo común, y al mismo tiempo ganarían alta estima entre sus hermanos. Pero Dios odia la hipocresía y la falsedad” (Los hechos de los apóstoles, pp. 60, 61).
Este matrimonio codiciaba el prestigio y, para obtenerlo, estuvieron dispuestos a llegar muy lejos. No tuvieron en cuenta que Dios lo ve todo y, lo que es más importante, que el creyente hace lo que hace no para ser visto de los hombres, sino para dar fiel testimonio de Dios. La codicia se choca frontalmente con la práctica de una religión basada en la fe. Tal vez podremos engañar a ojos mortales que desconocen lo que hay en nuestro corazón, pero nuestra hipocresía jamás engañará a Dios.
El hecho de que Dios lo vea todo no es algo destinado a darnos miedo, puesto que sabemos que él es puro amor, perdón y compasión. Más bien, el darnos cuenta de que sus ojos están en todo lugar es una maravillosa invitación a vivir única y exclusivamente por la fe. Y esa es la fuente de la verdadera integridad. Ese es el único camino para alejarnos de toda forma de duplicidad e hipocresía. Como Dios lo ve todo, puedo estar tranquilo, viviendo para él y no para aparentar ser lo que no soy.