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«A partir de entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirlo, y ya no andaban con él. Entonces, Jesús dijo a los doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»» (Juan 6: 66-68, RVC).
El abandono de un gran número de sus discípulos sin duda le causó al Maestro una profunda tristeza. Por eso hace a sus apóstoles más cercanos una pregunta tan seria y solemne como sincera: «¿También ustedes quieren irse? Pues adelante». Sin duda la posibilidad de que lo abandonasen le resultaría muy penosa. Pero Jesús solo quería seguidores comprometidos. Esos que «salieron de nosotros, no eran de nosotros, porque si hubiesen sido de nosotros habrían permanecido con nosotros» (ver 1 Juan 2: 19).
Por muy doloroso que nos resulte, Jesús nos enseña que no debemos forzar a nadie a seguirnos: debemos aprender a dejar ir. No podemos obligar a nadie a querer estar con nosotros unilateralmente, a amarnos, a que le gustemos, a que desee nuestra compañía o nuestra amistad.
Eso significa que debemos aprender, además de a recibir con los brazos abiertos, también a decir «adiós», incluso definitivamente. A menudo, en vez de suplicar que alguien se quede, conviene dejarlo ir.
Por mi trabajo en prevención de la violencia intrafamiliar, sé cuán doloroso y negativo resulta a la larga, para un número demasiado alto de mujeres, no atreverse a «dejar ir». Y aferrarse a alguien que las maltrata, que no las respeta, que no las merece, que no las quiere, que les hace daño, que hiere a sus hijos en lo más sensible de sus afectos, que las denigra y que las destruye aún más por dentro que por fuera. Hay relaciones que se vuelven tan tóxicas que ya no está en nuestras manos resolverlas.
Nos cuesta entender que albergar rencor en nuestro corazón es como tomar veneno con la intención de que le haga daño a otro.
El respeto a los demás forma parte esencial del carácter de Dios, manifestado en Jesús. Nuestro Creador y Salvador nos ha hecho libres, incluso de seguirle o no. Y solo podemos ser mínimamente felices si no vivimos forzados por voluntades ajenas.
Si cada cónyuge debe «dejar» padre y madre (ver Gén. 2: 24) para poder formar libremente un hogar con la persona con la que desea construir un futuro, es porque los padres también deben dejar ir a sus hijos a los que aman. El respeto de la libertad del otro es el ingrediente básico del amor.
Señor, enséñame a respetar la libertad de quienes me rodean como tú nos respetas a todos.