Cuando su amor nos constriñe
“El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y él por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14, 15).
El amor de Cristo hacia nosotros nos aprieta, nos apremia, nos impele, nos domina, nos obliga, nos mantiene unidos y no nos deja otra opción. Parece muy arbitrario, ¿verdad? ¿Dónde queda el respeto del Señor por mi decisión personal? Afirma Pablo que ese amor es tan fuerte que arranca de mi corazón una respuesta de amor. Lo amamos porque él nos amó primero. Impactado por ese amor, no puedo hacer otra cosa que amarlo, dejar de vivir para mí y empezar a vivir para él… y para todos aquellos que necesitan de mí como retransmisor de ese amor.
Derek Redmond se había preparado toda su vida para competir en Atletismo en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. Había pasado por el quirófano 5 veces, y aun así era el favorito para ganar el oro en los 400 metros.
Comienza la carrera. Carril 5. Todo está saliendo de maravillas. Pero, faltando solo 150 metros para llegar a la meta, siente un dolor intenso en el muslo. Lucha, pero no puede. Se encuentra en el piso con un intenso dolor. Entonces, cuando el equipo médico se acerca, decide ponerse en pie y seguir caminando hacia la meta. Se detiene; lágrimas de impotencia y sufrimiento inundan su rostro. La carrera ya había terminado y sus sueños ya estaban rotos. Pero decide continuar.
Cuando el amor de Cristo nos constriñe, vamos a tener un interés genuino en ayudar a otros a terminar la carrera. Este principio inspiró siempre la vida de Pablo. ¿Qué hacía el apóstol si en algún momento su ardor menguaba en la senda del deber? Elena de White responde: “Una mirada a la Cruz le hacía ceñirse nuevamente los lomos del entendimiento y avanzar en el camino del desprendimiento. En sus trabajos por sus hermanos, fiaba mucho en la manifestación de amor infinito en el sacrificio de Cristo, con su poder que domina y constriñe” (El colportor evangélico, p. 217).
Hay muchos averiados en la carrera al cielo. Por ellos y por nosotros, necesitamos abrazarnos y llegar juntos, porque el amor de Cristo nos constriñe.