El Dios de la pureza
“No codiciarás […] cosa alguna de tu prójimo” (Éxodo 20:17).
Siempre se ha dicho que todo comienza en la mente. Los actos que nos distinguen, para bien o para mal, los logros que materializamos, todos fueron alguna vez solo pensamientos. Por eso es que la Biblia dice que “tal como piensa en su corazón, así es él” (Prov. 23:7). Es precisamente en nuestros corazones donde Dios desea implantar su Ley para que su carácter se refleje en nosotros.
Cuando Dios formuló el décimo Mandamiento estaba pensando en esa esfera de nuestra vida: los pensamientos, que determinan nuestros sentimientos y se materializan en acciones. En él, nos desafía a no codiciar nada que pertenezca a otro. La codicia es un deseo descontrolado por tener algo, y se genera en nuestra mente. No se trata de un anhelo sano y cristiano de prosperar para la gloria de Dios como resultado del esfuerzo digno y la gracia divina, sino de un deseo mental que no se controla y que termina controlando a la persona.
Una de las razones por las que Dios no quiere la codicia en la vida de sus hijos es porque nunca viene sola, siempre viene acompañada de la envidia, que es una consejera peligrosa. El que envidia algo o a alguien es capaz de muchas cosas. Generalmente, el terreno fértil para que la envidia haga su aparición es el mal hábito de compararnos con los demás. Si hacemos esto, terminaremos rivalizando con quienes debieran ser nuestros hermanos, y el resultado no será bueno en ningún caso.
El décimo Mandamiento promueve la paz, tanto interna como externa, el sosiego, el contentamiento con lo que Dios nos da, y la capacidad de aceptar la realidad que nos haya tocado vivir. Ningún codicioso tiene sosiego. Viven intranquilos y pasan mucho tiempo en maquinaciones para lograr lo que les obsesiona.
Este Mandamiento es también una iniciativa de nuestro Dios para promover la convivencia pacífica y amigable entre los seres humanos, para lo cual se requiere respeto. El codicioso no tiene la capacidad de respetar nada. Si le es posible, intentará quedarse con lo que quiere aunque en el proceso pierda amistades, reputación, e incluso su relación con Dios.
Este retrato de Dios nos hace reflexionar sobre la importancia de tener un corazón en paz, y lo deseable que es la pureza de corazón. El décimo mandamiento representa el ideal que debemos alcanzar para tener relaciones armoniosas con nuestros prójimos. Ese ideal, que está más allá de nuestras fuerzas, solo puede alcanzarse por la gracia y el poder divinos.
Amen