El Dios que olvida el pecado
“¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retiene para siempre su enojo, porque se deleita en su invariable amor” (Miqueas 7:18).
Se cuenta que el conde Jules de Polignac debía muchos favores a Napoleón, sin embargo, lo traicionó. Bonaparte ordenó su arresto con la intención de sentenciarlo a pena de muerte, valiéndose como prueba de una carta en la cual el conde se veía implicado en una conspiración política. María, la esposa de Polignac, que a la sazón estaba embarazada, obtuvo una audiencia con el emperador, en la cual procuró defender a su marido. “¿Conoce usted la firma de su esposo?”, le preguntó Napoleón. Y, sacando la carta de su bolsillo, la puso ante los ojos da la señora que, al verla, cayó desmayada. Compadecido, Napoleón, tan pronto como la mujer volvió en sí, le dijo: “Tome la carta, es la única evidencia legal que existe contra su marido. Hay un fuego aquí al lado”. La mujer tomó aquella prueba y la echó a las llamas. Así, la vida de Polignac fue salvada.
Así como un hombre pudo olvidar y “quemar” un pecado cometido contra él, Dios te promete que no se acordará de tus transgresiones (lee Isa. 43:25) y nos dice que “ha arrojado nuestros pecados tan lejos de nosotros como está el oriente del occidente” (Sal. 103:12, NBV). Ahora bien, la idea de que Dios olvida nuestros pecados no debe entenderse como que ha ocurrido algún problema en su mente que le impide recordar el pasado. Aquí de lo que se está hablando es de un acto deliberado de Dios de decidir pasar por alto la ofensa, y no tratarnos en función de lo que fuimos, dijimos o hicimos en el pasado.
El perdón divino es un maravilloso regalo que permite que Dios nos trate como si no hubiésemos hecho nada malo, cuando en realidad sí lo hicimos; y nos permite tener delante de él una posición de personas completamente aceptadas y declaradas justas por Dios (lee 2 Cor. 5:21). La forma en que Dios hace esto se explica muy bien en Hebreos 10:14 al 18: por medio del sacrificio de Cristo, hecho una sola vez y para siempre, Dios nos hizo perfectos en él, y se ha comprometido a poner su Ley en nuestro corazón para nunca más acordarse de nuestros pecados y transgresiones.
Ya es admirable que Napoleón actuara así con una persona, pero nuestro Dios perdona y olvida el pecado de todos nosotros. ¡Aleluya!