
«No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mateo 6: 19-21, NVI).
Basándose en el ranking anual de las personas más ricas del mundo, la revista Forbes calcula cada año la riqueza (estimada en dólares) de dichos individuos, advirtiendo que sus estimaciones pueden variar de un día para otro, dependiendo de las fluctuaciones de las inversiones.
Nombres como los de Jeff Bezos, Bill Gates, Warren Buffet, Bernard Arnault, Carlos Slim, y Amancio Ortega, entre otros, han encabezado varios años la lista de los más ricos del mundo. Pero, se nos recuerda, esta lista fluctúa, entre muchos factores, según la cotización de las acciones en bolsa. Las fortunas no son tan seguras como parecen. Algunos de los ricos más famosos se han tenido que declarar en bancarrota y después de poseer riquezas impresionantes han quedado completamente en la ruina.
En tiempos de Jesús, las razones por las que se podían perder los tesoros acumulados no eran muchas, destacándose, en el pasaje de hoy, el deterioro de los bienes debido a los riesgos de almacenamiento y las diversas formas de hurto o robo.
Pero entonces y hoy nos podemos arruinar por las causas más diversas: mala gestión, despilfarro insensato o ludopatía. Son muchos los factores que pueden intervenir para que alguien lo pierda todo: desde reveses económicos a malas inversiones, pasando por casos de estafas o fraudes que llevan a problemas con el estado y que pueden hacerle acabar en la cárcel. Algunos de los ricos arruinados consiguen recuperar su fortuna e incluso hacerse más ricos de lo que fueron antes. Pero muchos más no pueden recuperar nunca las riquezas perdidas, e incluso acaban suicidándose. La realidad de la vida deja patente que ni siquiera los más acaudalados son inmunes a imprevistos históricos, políticos y económicos.
Además, los tesoros custodiados en nuestros bancos pueden comprar caricias, pero no cariño; pueden conseguir mucho sexo, pero poco amor. Sus dueños pueden pagarse lujosos palacios, pero nada les garantiza tener un hogar feliz. Su dinero puede conseguirles fastuosos panteones, pero nada puede garantizarles un seguro contra la muerte ni menos aún la vida eterna.
Jesús nos recuerda que los tesoros que «guardamos» en el cielo jamás merman con las devaluaciones monetarias ni con las peores crisis económicas y, por supuesto, no pueden ser robados.
Señor, deseo poner hoy todo lo que soy y tengo en el banco del cielo.

