
Enséñanos a orar
«Aconteció que · estaba Jesús orando en un lugar y, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar»» (Luc. 11: 1).
Aunque no lo parezca, esta es una de las peticiones más sorprendentes de los Evangelios. Porque aquel discípulo, como todos los demás, llevaba orando varias veces al día, desde su más tierna infancia, y estaba convencido de que sabía orar.
Hasta ese día que sorprendió a Jesús orando a solas. ¿Qué había en la actitud de Jesús que empujó al discípulo a atreverse a hacerle esa petición?
Sin duda la expresión de Jesús lo había magnetizado. Se hubiera dicho que Jesús hablaba con alguien, concentrado en una presencia que parecía llenar todo su ser. Era evidente que Jesús estaba en contacto con el Cielo, de donde recibía fuerza, energía, poder…, vida.
Sin duda por eso, cada mañana, tras orar, se lo encontraba sonriente y radiante, transfigurado, como si hubiera vuelto a nacer. La oración era el secreto de esa serenidad y armonía que el discípulo admiraba en el Maestro y que ahora, más que nunca, deseaba tener él también.
Aquel joven, como quizá también nosotros demasiado a menudo, casi habría podido prescindir de sus oraciones habituales sin que su existencia cambiara demasiado. La oración en sí le infundía respeto. Le procuraba incluso un agradable sentimiento de paz. Invocar a Dios en situaciones de apuros -algo que solía hacer casi automáticamente- le dejaba la sensación reconfortante de que al menos había hecho su parte. Y hasta la fecha no tenía pruebas de que aquellas plegarias no le hubiesen servido para nada. Para él, eso era orar.
Ahora, después de ver a Jesús, había descubierto que aquello no eran más que rudimentos de oraciones. Que orar de veras era otra cosa.
Necesitaba aprender, como quizá también nosotros de modo más claro, que ante la oración todo es secundario. Que es posible llevar una vida religiosa, en sus aspectos visibles, más o menos correcta, sin llegar a asumir realmente sus principios. Pero no es posible tener una vida espiritual auténtica sin orar.
Solo Jesús nos puede enseñar, como a aquel honesto discípulo, que lo esencial de la religión verdadera es nuestra relación con Dios y que la oración es la vivencia más concreta de esa relación.
Cuando las circunstancias nos fuerzan a renunciar a ciertas facetas de nuestra vida espiritual y a quedarnos solo con lo esencial, algo que podríamos conservar aún en la mayor soledad o en la cárcel, descubrimos que podríamos prescindir de todo excepto de la oración, comunión con Dios y verdadero aliento del alma.
Sí, Jesús. Hoy sigue enseñándome a orar.