“Para que sean hijos de su Padre”
“Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen, para que sean hijos de su Padre que está en el cielo” (Mateo 5:44, 45, NVI).
Peter Miller llevaba a cabo su labor pastoral en Ephrata, una ciudad del Estado de Pensilvania, Estados Unidos, en la época en la que George Washington era el presidente del país. En esa misma ciudad vivía también Michael Wittman, un enemigo acérrimo del pastor Miller. Wittman se le aparecía a Miller en todos lados, y hacía lo posible para humillar a ese siervo de Cristo. Aquella era una época tumultuosa, y Wittman fue acusado de traición y, posteriormente, condenado a la pena de muerte. ¿No era esa una buena noticia para el pastor Miller? No; no lo era.
Miller acudió ante el presidente George Washington, que era uno de sus mejores amigos, y le pidió que liberara a Wittman. Con mucho cariño el presidente le explicó que no podía indultar a su amigo. Entonces Miller replicó: “¿Amigo? No es mi amigo, es mi peor enemigo”. Asombrado de que Miller hubiera caminado 112 kilómetros para pedir que le perdonaran la vida a un enemigo, el presidente Washington decidió firmar el indulto y perdonar a Wittman.
El pastor Miller asumió para sí los “peros” de Jesús. En Mateo, el Señor presentó una serie de antítesis y una de ella es esta: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo’. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen, para que sean hijos de su Padre que está en el cielo” (Mat. 5:43-45). La primera parte del versículo 43, “ama a tu prójimo como a ti mismo”, está en las Escrituras, en Levítico 19:18; pero la segunda, “odia a tu enemigo”, había sido agregada a fin de darle categoría divina a una propensión humana. En el siglo V a.C., Lisias, el ateniense, decía: “Considera como norma establecida que uno tiene que procurar hacer daño a sus enemigos y ponerse al servicio de sus amigos”.
A esa tendencia tan natural en nosotros de odiar a nuestros enemigos, Jesús le pone un pero, y nos hace una propuesta que desafía nuestra lógica: tenemos que amar al que procura nuestro daño, al que nos rechaza, al que nos humilla, al que considera que somos sus enemigos y al que nosotros consideramos enemigos.
Amarlo significa respetarlo, aceptarlo, valorarlo, hacerle bien; así se demuestra que somos hijos de nuestro Padre celestial. La palabra “enemigo” no debe estar en nuestro vocabulario.
Amén, bendiciones