El Dios de la libertad
“Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Corintios 3:17).
Si alguien quiere hacer miserable su existencia, solo tiene que tratar de ganarse la salvación por medio de sus obras. Esto es caer en la más abyecta esclavitud, pues nos lleva a vivir esclavos de la culpa, la frustración, la comparación constante, la envidia y el juicio como estilo de vida. Si no me crees, pregúntaselo al fariseo que fue al Templo a orar y se encontró con el publicano, o al joven rico que guardaba toda la ley, pero no se sentía salvo.
Pablo, que había sido fariseo, deseaba que los creyentes de Corinto fueran libres de esa esclavitud, por lo que les recordó que donde está el Espíritu del Señor, allí es donde hay libertad. Esto significa que Jesús vino a hacer a las personas verdaderamente libres, puesto que después de su partida de este mundo dejó con nosotros su Espíritu.
El Espíritu Santo nos hace libres, en primer lugar, guiándonos a toda verdad. Tal como la misma Biblia indica: “Y conocerán la verdad, y la verdad los libertará” (Juan 8:32). El Espíritu nos hace libres al convencernos de pecado, de justicia y de juicio (Juan 16:8), de manera que ya no somos engañados por el enemigo al ignorar sus planes, y sabemos que Dios es nuestro único camino. El Espíritu nos hace libres al dar testimonio a nuestras mentes de que somos hijos de Dios (Rom. 8:16), de manera que no necesitamos tratar de ganar el afecto divino intentando hacer buenas obras. Esto nos libera de una vida de frustraciones e hipocresía. El Espíritu también nos hace libres concediéndonos dones con los cuales podemos servir a Dios y a los demás (lee 1 Cor. 12:1-31). Esto trae una sensación de utilidad y un sentido de pertenencia y propósito a la vida cristiana, y quedamos libres del pesimismo y el desánimo. Por supuesto, el Espíritu también nos hace libres al recordarnos que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a la gracia de Dios, por tanto, no somos superiores ni inferiores a nadie, pues la misma gracia que nos ayuda a nosotros también lo hace con los demás. De esta manera soy libre del afán de rivalidad, envidia y venganza, así como de la dependencia enfermiza de otro ser humano.
Donde está el Espíritu del Señor, ahí hay libertad. Y esa libertad no es un pretexto para hacer lo malo, sino una oportunidad para servir a Dios.