
«Pórtense en todo con los demás como quieren que los demás se porten con ustedes. ¡En esto consisten la ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas!» (Mateo 7: 12, LPH).
En principio, todos estamos de acuerdo con esta famosa «regla de oro» de la conducta humana: tenemos que tratar a los demás como queremos ser tratados. En la realidad la cosa es diferente cuando se trata de ponerla en práctica en nuestra vida personal y privada.
Desde hace muchos años colaboro con una plataforma nacional para la prevención de la violencia de género. Y todavía me sorprende la enorme reticencia que tienen los maltratadores a reconocer que muchas de sus actitudes con las mujeres con las que conviven son maltrato.
Sobre todo, en familias que vienen de sociedades donde la violencia es un sistema común de comunicación, es constante el maltrato de hombres sobre mujeres, de adultos sobre niños o de fuertes sobre débiles en miles de formas diferentes, que van desde la violencia física al abuso sexual, desde el maltrato emocional a la explotación económica, y desde el abandono a la opresión psicológica.
Para Jesús cualquier forma de maltrato, empezando por el verbal, ya era una transgresión del mandamiento «no matarás», porque implica herir intencionalmente al otro agrediéndolo para hacerle daño (a menudo, el mayor posible):
«Les digo que todo el que se enoje con otro tendrá que responder ante el tribunal. El que insulte a alguien, tendrá que responder ante el Consejo; y el que maldiga a otro, tendrá que responder por eso en el fuego del infierno» (Mat. 5: 22, PDT).
La víctima del maltratador, en cuanto este consigue amedrentarla, intentará como pueda hacer lo que se le pide, ya que teme muchas veces que las amenazas de maltratos peores se cumplan. Se esforzará por agradar, se someterá a la voluntad de su agresor, para evitar su ira o lo que considera sus castigos, de los que suele acabar reconociéndose culpable, aunque no lo sea.
«Te pego porque te quiero», le hace creer el maltratador. «Me pega por mi bien», acaba creyendo la víctima, en su gran ignorancia. Pero eso es siempre falso. La Biblia lo deja bien claro: «Amor y miedo son incompatibles; el auténtico amor elimina cualquier forma de miedo» (ver 1 Juan 4: 18).
Quien se siente amado, se siente seguro al lado de quien lo ama. Porque amar es buscar el bien del otro. Por todos los medios.
Donde hay amor real, no hay miedo: la comunicación es franca y libre. Nadie tiene miedo a decir lo que siente, sino al contrario: se siente feliz de expresarlo, porque lo que siente es aprecio.
Señor, ayúdame a irradiar en torno mío respeto y tolerancia.

