Escuchar esta entrada:
«Después que partieron ellos, un ángel del Señor apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Permanece allá hasta que yo te diga, porque acontecerá que Herodes buscará al niño para matarlo». Entonces él, despertando, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto. Estuvo allí hasta la muerte de Herodes» (Mateo 2: 13-15).
He vivido la mayor parte de mi vida laboral en tres países extranjeros. Sé por experiencia personal lo que es vivir provisionalmente en un país que no es el mío. Además, desde que nuestro hijo menor trabaja con refugiados para las Naciones Unidas, en casa sabemos bien —también a escala planetaria— qué es eso de sentirse desplazados del hogar, de la patria y de todo lo que uno tenía, y llegar a una frontera y ser rechazados, o ser recibidos mal, con recelos, con desprecio y arrogancia, o con franca hostilidad.
Creo entender los apuros de José y María al no ser admitidos en el mesón, y tener que hacer frente al nacimiento de su primer hijo en un establo ajeno. Creo comprender sus frustraciones al llegar, procedentes de un país pobre, como era la Palestina de entonces, a uno de los países más ricos del mundo en aquel entonces, como era Egipto. Sé lo que es intentar explicarse en una lengua extranjera que se domina mal, y sé lo que es ser tratado injustamente sin poder defenderse.
Jesús conoció esta situación desde muy niño. Él, mejor que nadie, puede comprender a quienes pasan hoy cualquiera de las situaciones de los refugiados, de los emigrantes y de los desplazados por la causa que sea.
Cuando el evangelista Juan escribe que aquel «Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1: 14), lo hace claramente subrayando que no vino a establecerse en una morada definitiva. El verbo escogido significa literalmente que Jesús «plantó su tienda» entre nosotros. Como para estar siempre listo para acompañarnos en nuestros desplazamientos. Plantó su tienda entre las nuestras, como en esos campamentos provisionales de refugiados, cerca de esas fronteras más o menos blindadas, o a la vista de alguno de esos muros erigidos precisamente para impedir el paso de ciertos extranjeros.
Jesús conservó su «estatuto» de «sintecho» durante toda su vida pública. A quienes dudaban en seguirle, les recordaba que «las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza» (Mat. 8: 20). En este mismo momento está preparando una morada definitiva en su reino eterno para todos los — desplazados o no— que lo queramos (ver Juan 14: 1-3).
Señor, hazme solidario con quienes sufren desarraigos.
53 «Dicho de una persona que no tiene hogar y vive habitualmente en la calle», Diccionario de la lengua española, Real
Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), octubre de 2014.