Un santo muy ordinario
«Procuren estar en paz con todos y llevar una vida santa; pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor» (Hebreos 12: 14).
Juan Nepomuceno Neumann fue canonizado el 19 de junio de 1977. No se trataba de un gran personaje de la iglesia, sino de un sacerdote con una piedad y fe que se expresaba en sus acciones diarias.
En 1912 su caso fue archivado, pues había serias dudas de que hubiese mostrado suficiente «virtud heroica» para ser un santo. Pero en 1921 los defensores de Neumann lograron que se organizara una junta de cardenales para estudiar su caso. Pocas horas antes de la reunión, murió el principal opositor a la canonización de Neumann. Mas tarde ese día, el papa Benedicto XV designó a Neumann como digno de veneración. El siguiente paso a la santidad era nombrarlo beato, pero para ello se debían certificar dos milagros atribuidos a las intercesiones de Neumann en el cielo.
Relatos como este parecieran indican que la santidad está reservada a unos pocos individuos de fe extraordinaria. Pero ¿qué dice la Biblia sobre la santidad?
Dios quiere que todos seamos santos. Pablo afirma que Dios ha llamado a todos los cristianos «a formar parte del pueblo santo» (Romanos 1: 7). Por eso en la iglesia primitiva, tan pronto como una persona se unía a la iglesia se la consideraba «santa». En la Iglesia Católica Romana, solo unos cuantos, cuya piedad supera con creces a la de sus correligionarios, califican para la santidad. Sin embargo, Dios no tiene favoritos, no tiene interés en hacer a algunos más santos que a otros, sino que anhela tener «una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta» (Efesios 5: 27).
La santidad es el resultado de la justicia de Cristo en nuestras vidas (ver Tito 3: 4-7). La santidad no se confiere después de una vida de servicio leal a Dios, sino que se produce al principio de la vida cristiana. Es Dios mismo el que nos ha apartado para un uso sagrado. De este modo el verdadero significado de la santidad tiene más que ver con lo que Dios hace que con lo que nosotros podemos hacer.
Reconoce hoy que Dios es tu Señor y Salvador. En última instancia, si aceptas el llamado a la santidad, tú también estarás en la «ciudad santa, la nueva Jerusalén».