Siloh
No será quitado el cetro de Judá, ni el bastón de mando de entre sus pies, hasta que llegue Siloh; a él se congregarán los pueblos. Génesis 49:10.
Posiblemente no sea esta fecha, pero sí es el mismo Espíritu. No, no estamos hablando de luces de colores, ni de abetos engalanados ni de turrones y mazapanes (o ensaladas de frutas, para los de zonas australes), ni siquiera de villancicos o de voces acarameladas entonando “Silent Night”. Hablamos de esa sensibilidad del corazón que nos hace mejores, de ese sentimiento de generosidad que hasta nos parece mágico porque es poco común.
“Esta noche es Nochebuena, y mañana Navidad…” son frases que corren de boca en boca con el anhelo y el recuerdo. Recuerdo de un niño que vino a mostrarnos la ternura del universo para que nosotros tuviéramos corazón, y así cada uno de nosotros nos hiciéramos todos, todos en Uno. Y, desde entonces, los pueblos se congregan a su alrededor. El tiempo se pliega ante ese día y se convierte en el eje del antes y el después. El espacio se concentra en un pesebre de la diminuta ciudad de Belén para recordarnos que no hay distancia que no pueda recorrer el amor. Anhelo que esa bella historia se reproduzca en nuestras vidas y nazcamos cada día a Jesús.
“Siloh” es una palabra con diferentes significados posibles. Puede tener el sentido de “Al que le pertenece”. Es como si el verdadero dueño y señor de todo fuese el Mesías. ¿Se lo imaginan? Los ángeles recordando al mundo quién es el Señor del Universo y apenas unos pastores y ovejas a su alrededor. Pero Dios es así, le gusta lo sencillo pero auténtico. Bastante show tenemos con el pecado. También puede significar “Portador del descanso”. No ese descanso de estar tumbados en una chaise longue viendo la televisión, sino de ese descanso de tener a Alguien en quien depositar nuestras penas y sueños. Ni qué decir que “Siloh” refleja como ningún otro término la esencia del Espíritu navideño: la inmensidad concentrada en la máxima paz.
Aparta, por un momento, tu mirada de las cosas y los planes. Cierra los ojos e imagina la calidez de un recién nacido de mirada abotonada y brillante. ¡Qué diminuto! ¡Cuánta delicadeza! ¡Qué inocencia y pureza! Pues bien, esa es la mejor comparación de nuestro Dios y, sin duda, es admirable. Por eso, voces celestiales exclamarán:
“Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Apoc. 11:15).