Crucero a la felicidad
Dios dio a Salomón sabiduría y prudencia muy grandes, y tan dilatado corazón como la arena que está a la orilla del mar. Salmo 119:32.
El sueño de muchas personas, casi el sumun de la felicidad, es realizar un crucero a una isla paradisiaca. Para los más aventureros podría ser una visita a Socotra o a la distante y hermosa Kapingamarangi. Para los más acomodados, quizá Bora Bora, Ihuru o, cómo no, Kauái. En la Biblia, el lugar que ocupaba esa imagen era la isla de Chipre. El clima, la vegetación, las playas y la comida le habían hecho acreedora de la denominación “Isla de la Felicidad”. Soñaban con vivir en Chipre y descansar cómodamente, sin problemas y con tranquilidad. Pero, ni entonces ni ahora, la felicidad reside en un lugar, aunque sea una templada y frondosa isla de aguas cristalinas.
Jesús reunió a una multitud en una planicie. Se sentó con sus discípulos al lado con cientos alrededor, y comenzó su clase. Muchos habrían pensado que, como los rabíes de su época, les hablaría primero de las normas, de la multitud de mandamientos que debían cumplir para luego, si había tiempo, enseñarles sobre la existencia. Pero no fue así, porque Dios no desea que confundamos la forma con el fondo. Le preocupa que comprendamos bien el fondo porque, de esta manera, se genera espontáneamente la forma. Así que les dio paz, seguridad y les habló de la felicidad. Y esa clase comenzó con varios “Felices los que…”. No se refirió a Chipre, ni a las termas de Cesarea de Filipo o a los resorts de Jericó. No habló de lugares sino de personas, de corazones. El lugar donde, de verdad, reside el gozo.
Les dijo, en primer lugar, que el viaje a la felicidad no era una ilusión con la que soñar sino que ya había comenzado, que en el Reino de los cielos nada es imposible. Todos, si lo deseaban, estaban embarcados en ese crucero. En segundo lugar, que la felicidad es independiente de los problemas de la vida, que la felicidad reside en la confianza en Dios, que puede existir gozo en las tribulaciones. Tercero, que si nos aferramos a Cristo, nadie nos puede quitar esa alegría (Juan 16:22). Y cuando sintieron que sus corazones estaban alegres, que podían reconfortarse en el Señor, les habló de los Mandamientos. ¡Qué Maestro tan fantástico!
Jesús es magnánimo no solo porque tiene grandeza de espíritu, sino porque es generoso en compartirla. Llenar nuestro corazón de alegría, hacernos vivir el gozo de las certezas es la mayor de las energías que nos puede aportar. Nos hace grandes de espíritu porque nos hace felices.
Hoy, nuevamente, te vuelve a ofrecer un pasaje, ¿lo aceptarás?