Roca de la eternidad
“El Señor es mi roca, mi amparo, mi libertador; es mi Dios, el peñasco en que me refugio. Es mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite!” (Sal. 18:2).
William Gladstone fue un estadista y político británico de fines del siglo XIX. En su funeral se tocó este himno. Fue uno de los himnos favoritos del príncipe Alberto, y él pidió que fuera interpretado en su lecho de muerte.
También fue el himno elegido y cantado por los pasajeros del SS London, en los últimos momentos antes de hundirse en la Bahía de Biscay, en 1866.
Este conocido himno, elegido por la realeza y por los ciudadanos más comunes, fue escrito por August Toplady en 1763.
Un día, cuando estaba viajando por un desfiladero, quedó atrapado en una tormenta. Encontró refugio en una grieta en las rocas y allí escribió los primeros versos.
Esa roca quedó marcada con una placa con el nombre: “Roca de la eternidad”.
En las ruinas de Machu Picchu, se especula que la rotura de los grandes bloques de piedra podría haberse dado por la acción del agua que era depositada en sus huecos y que, al congelarse durante la noche, dilataba el espacio. El agua en su forma líquida podía hacer poco, pero con la fuerza adquirida en su estado sólido, podía generar estos espacios que daban lugar a que los trabajadores moldearan la roca más fácilmente.
Podemos establecer un contraste entre Cristo, la Roca viva, y nosotros, que muchas veces actuamos como piedras duras y difíciles de romper.
Al profeta Ezequiel le fue dada la promesa que también es para nosotros hoy: “Los rociaré con agua pura, y quedarán purificados. […] Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne” (Eze. 36:25, 26, NVI).
¿Te esconderás en él hoy? ¿Dejarás que te rocíe y te cambie?