Sublime gracia – II
“Señor, tú has hecho todas estas grandes maravillas, por amor a tu siervo y según tu voluntad, y las has dado a conocer” (1 Crón. 17:19, NVI).
Una tarde de otoño, con unos amigos llegamos por un camino de tierra a un orfanato. Con pasos vacilantes, cruzamos el portón de entrada a ese antiguo monasterio semiabandonado.
Nos encontramos con una fila de adolescentes con necesidades de niños y dolor de adultos que nos saludaron casi sin mirar. Tanta gente llega y siempre se va…
Entramos a un salón enorme, sin más contenido que una mesa de ping-pong y una de metegol. Sin sillas, sin adornos, con eco, con vacío. Un techo altísimo. Un piso limpísimo. Un pasillo largo, y al final un gimnasio. Con una pelota se arregló todo, y 24 desconocidos se hicieron amigos.
En el patio abierto había árboles. Daniel, uno de los chicos que ya conocía, se paró al lado de un tronco frondoso y acarició las hojas de las ramas con tranquilidad.
“Caro, me falta verde, naranja, negro y blanco”, me dijo, recordándome los colores que le tenía que llevar para que pintara en acrílico. Dani tenía una historia muy triste, pero era un ejemplo de resiliencia y restauración. A pesar de su pasado tormentoso, transmitía paz y dedicaba muchas de sus tardes a pintar.
Momentos después, todos llegaron del gimnasio y, como si no hubiera lugar en el enorme salón, se amontonaron alrededor de dos niños que habían venido con nosotros y que no encajaban con esa realidad. De repente, reinó el silencio y solo se escuchó el sonido de la expectativa ante algo nuevo.
La niña, con poco más de un metro de estatura, sacó su violín. Su hermano se arrodilló e hizo de atril.
Existen cientos de versiones del himno que comenzó a ejecutar. Coros profesionales, cuartetos, dúos, solos, agrupaciones instrumentales… pero nadie como ella.
Tocó imperfectamente, pero sin vergüenza ni miedo. Tocó porque ama, porque es amada. Las miradas antes distantes, esquivas y frías –como mecanismo de defensa, quizás– se ablandaron y enternecieron. Entendimos que realmente la sublime gracia divina nos encuentra cuando estamos perdidos y nos hace ver cuando somos ciegos.
Hay mucho que puedes hacer para contribuir en algún orfanato. Piensa en esto y transfórmalo en acción.
¿Y si hoy haces una oración como la que hizo David? ¿Y si le pides a Dios que te dé los “colores” que te faltan?