Narciso y Goldmundo
Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos! Filipenses 4:4.
Alfonso fue uno de mis mejores amigos de la adolescencia. Teníamos, sobre todo, algo en común: éramos de una familia con principios religiosos claros. Aún recuerdo los planes ideados para irnos a un país lejano como misioneros. Estudiamos en la misma institución educativa e, incluso, compartimos habitación. Mi amigo tenía el don de la vida, sentía todo intensamente e intentaba que cada instante fuese especial. Fueron buenos tiempos, que aún recuerdo.
Alfonso, sin embargo, confundió la Vida, aquella que habita en Dios, con la vida, aquella que recurre a sucedáneos. Poco a poco se alejó del Señor y experimentó situaciones complicadas. Las drogas lo llevaron a terrenos de oscuridad, de los que, gracias a su familia y a gente de bien, intentó salir. Nos encontramos tras muchos años, yo era pastor de jóvenes y estaba realizando una Semana de Oración en su ciudad. Fue muy emocionante, porque el cariño acerca toda distancia. Alfonso me regaló un libro que, según él, era paralelo a nosotros. Narciso y Goldmundo es un relato del premio Nobel Hermann Hesse y trata de dos muchachos que viven en un monasterio. Uno de ellos, Golmundo, se marcha del lugar para vivir la vida. El otro, Narciso, se queda en el seminario y termina siendo abad. Cuando leí el libro entendí el mensaje: Goldmundo se había equivocado al buscar una vida de desórdenes, pero Narciso también, al buscar un orden sin vida.
Mi amigo Alfonso ya no está entre nosotros, pero tengo la certeza de que me lo encontraré en la Nueva Tierra, porque los últimos años de su existencia quiso poner su vida en la Vida. De él aprendí que la religión debe vivirse con alegría, que tenemos que disfrutar de la Vida.
Pablo exclama que debemos regocijarnos en Dios. Me imagino algunos ejemplos: el día de nuestro bautismo (cuando disfrutamos de la libertad del pecado), el día de nuestra boda (cuando compartimos el amor a los nuestros), el día del perdón (cuando liberamos a los demás de sus culpas), el día del testimonio (cuando los ojos de los demás brillan por la esperanza). Insiste, además, en que esa alegría debe ser continua. Quizá porque el verdadero agradecimiento no cesa. Y, por si alguno piensa que lo mejor es ser un narciso religioso, nos lo vuelve a repetir: ¡Regocijaos!
No hay duda de que estamos llamados a ser personas felices. Le agradezco a mi amigo Alfonso que me enseñase esa lección y te la recuerdo a ti hoy: vive la Vida en Dios, disfrútala.