¡Oh, qué música divina!
“Sin embargo, pronto cruzarás el río Jordán y vivirás en la tierra que el Señor tu Dios te da” (Deut. 12:10, NTV).
En cierta ocasión, Elena de White estaba dirigiendo una reunión de oración en el Sanatorio de Santa Helena, al norte de California. Había elegido un himno relacionado con el tema que había presentado. Por alguna razón, cuando la congregación se paró a cantar, lo hizo de forma desanimada, sin pasión y sin pensar en la letra que pronunciaba.
En Patriarcas y profetas, ella cuenta: “Los ángeles reconocieron gozosamente la supremacía de Cristo y, postrándose ante él, le rindieron su amor y adoración. Lucifer se postró con ellos, pero en su corazón se libraba un extraño y feroz conflicto. La verdad, la justicia y la lealtad luchaban contra los celos y la envidia. La influencia de los santos ángeles pareció por algún tiempo arrastrarlo con ellos. Mientras en melodiosos acentos se elevaban himnos de alabanza cantados por millares de alegres voces, el espíritu del mal parecía vencido; indecible amor conmovía su ser entero; al igual que los inmaculados adoradores, su alma se hinchió de amor hacia el Padre y el Hijo. Pero luego se llenó del orgullo de su propia gloria” (p. 15).
Justo antes de entregarse por completo a su orgullo, Lucifer casi fue persuadido por los coros celestiales.
“La música forma parte del culto tributado a Dios en los atrios celestiales, y en nuestros cánticos de alabanza debiéramos procurar aproximarnos tanto como sea posible a la armonía de los coros celestiales. […] El canto, como parte del servicio religioso, es tanto un acto de adoración como lo es el de orar (ibíd, p. 645).
Wayne Hooper escribió que este himno es uno de los tantos que usan el cruce del Jordán como una metáfora del cruce a la patria celestial.
Hoy podemos cantar y unirnos a esas voces que nos invitan y dan la bienvenida anticipada “a la celestial mansión”, y quizás ayudar a alguien que está a punto de caer a tomar la decisión correcta.