Arcoíris
Así que, teniendo tal esperanza, actuamos con mucha franqueza. 2 Corintios 3:12.
Hay elementos comunes entre los tiempos de Noé y los nuestros. También soluciones. Siempre me ha parecido muy interesante que para “salir del mundo antediluviano” hubiera que entrar en el arca. Son de esas cosas que solo se le ocurren a Dios. Busca un espacio donde guarecernos de los numerosos y tremendos chaparrones. Ese, además, era el sentido que proponía Jesús con relación al Reino de los cielos: entrar en el espacio del Cristo. Nuestros pies sobre la tierra, con todo lo que ello conlleva, y nuestra mirada hacia el azul, con todo lo que ello alienta. Y su mensaje no ha cesado. Cuando Juan, en Apocalipsis 18:4 y 5, indica: “Sal de ella, pueblo mío, pues si te haces cómplice de sus pecados, también te alcanzarán sus castigos”, nos vuelve a recordar que necesitamos cobijarnos bajo sus cuidados porque es impresionante la que está cayendo de relativismo y confusión.
Como buenos cristianos, se preguntarán: ¿Dónde? Y yo, como aprendiz de creyente, les contesto con toda claridad: ¡En la iglesia! En una iglesia que confía y espera, que tiene su mirada puesta en la venida de Jesús. Una iglesia que se puede vivir en la franqueza porque no tiene nada que perder; porque pasarán las burlas, los rechazos, los diluvios, y llegará el arcoíris que nunca cesa. Tal y como nos propone Jesús, la fe en Dios fue la salvación de la familia de Noé y la fe en Dios es la salvación en nuestros días. Nosotros no podemos obligar a nadie a cambiar, podemos ensayar el cambio en nosotros.
Ya me lo imagino. Será en el momento menos esperado. En la distancia, una nube diminuta crece mientras el firmamento se hace silencio. Todo es níveo y luminoso. Miríadas de ángeles tocan sus trompetas, fanfarrias e instrumentos mil al son del orbe. En el centro, en un Trono de intensísimos reflejos, se encuentra el Cristo como Rey de reyes. Los que lo contemplan sonríen porque sabían que era así, porque esa imagen había ido creciendo dentro de ellos. No pesan las sombras ni el dolor, ni siquiera la muerte, porque por fin Jesús había reconquistado su espacio, porque, para siempre, sería instaurado el Reino de Dios. Se miran y abrazan, sabiéndose poseedores de una inmensa gracia que compensa cualquier esfuerzo o dolor, sabiéndose invitados a la gran fiesta del universo, sabiéndose queridos por el Padre de todos.
Te lo digo con toda franqueza, anhela ese momento y, mientras llega, mantén el arcoíris en tu iglesia. Llueve demasiado como para quedarse fuera.