Respetuosos y alegres
Decía a gran voz: ¡Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado. Adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas! Apocalipsis 14:7.
Al final de todo, cada criatura del universo comprobará que Dios es Dios. Conocer su poder y sabiduría nos llevará a respetarlo profundamente y a darle todo lo que somos. Conocer sus obras tanto en la grandeza del inabarcable cosmos como en la inmensidad del diminuto corazón convertido, nos conducirá a adorarlo. Y adorar a Dios, aunque estamos desacostumbrados, es una de las prácticas más sublimes que podemos realizar como seres humanos. Adorar es la señal de que hemos comprendido y experimentado lo más relevante de ser hijos del Altísimo.
La adoración no pone su eje en nosotros; eso sería idolatría. La adoración se centra en Dios, es el resultado de constatar cuánto ha hecho por nosotros, cuánto sigue haciendo. La adoración no es superflua; eso sería vanidad. La adoración potencia cada resquicio de nuestra mente para alabar al Señor, nos hace respetuosos, generosos y alegres. Surge de la gracia divina y se concreta en gratitud humana. Como diría Elena de White: “Debemos gratitud a Dios por la revelación de su amor en Cristo Jesús; y como instrumentos humanos inteligentes, hemos de revelar al mundo el tipo de carácter que resultará de la obediencia a cada declaración de la ley del gobierno de Dios. En perfecta obediencia a su santa voluntad, hemos de manifestar adoración, amor, alegría y alabanza, y de este modo honraremos y glorificaremos a Dios” (The Review and Herald, 9 de marzo de 1897).
Recuerda el final del Evangelio de Lucas: “Ellos, después de haberlo adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén” (Luc. 24:52, 53). Jesús los había cuidado e instruido muchas veces y ahora, tras bendecirlos, marcha con gloria al cielo. Todo se les hace claro a los discípulos y lo adoran. No lo adoran puntualmente, sino que comprenden que la adoración es un estado del ser, y con toda la alegría del mundo se pasaban el día adorando. No era un asunto de placer personal sino de disfrute con Dios. No era cuestión de pasar el rato, sino de concretar ese testimonio que fortalece el alma y genera, en los demás, anhelos de ser vivido.
¡Qué experiencia tan notable! ¿No te gustaría vivirla?