La transformación genuina
“¿Puede un negro cambiar de color? ¿Puede un leopardo quitarse sus manchas? Pues tampoco ustedes, acostumbrados al mal, pueden hacer lo bueno” (Jeremías 13:23).
El pueblo de Israel estaba tan acostumbrado a pensar y a comportarse mal que le era imposible ver y entender la realidad según la perspectiva de Dios. Por eso, el profeta compara a la nación con un africano con su color característico de piel, que le es imposible cambiar. También los compara con las tradicionales rayas de un leopardo. Ninguno de los dos planeó nacer así y ninguno de los dos puede cambiar su condición. Así ilustra el profeta la condición de Judá y de cada uno de nosotros: somos pecadores por naturaleza, no lo somos por imitación o por la influencia del vecino. Nosotros mismos, solo por nacer, cargamos la “semilla” del pecado, y esa semilla crece hasta que llega a ser evidente. Con el paso del tiempo, la condición empeora, y hasta nos hacemos expertos en maquillar nuestra conducta por motivos egoístas.
Nosotros solos ni siquiera reconocemos nuestra condición, mucho menos podemos cambiarla. Y si llegamos a ser conscientes de nuestra hipocresía, de nada nos sirve porque no tenemos los recursos para transformar nuestra naturaleza. Ni siquiera nuestra fuerza de voluntad es suficiente.
Dios mismo le advirtió al profeta: “Por más que te laves con lejía y uses todo el jabón que quieras, ante mí sigue presente la mancha de tu pecado” (Jer. 2:22). Ningún recurso humano puede cambiar nuestra naturaleza. Dios se refiere a la “lejía”, el mejor blanqueador para lavar la ropa, un desinfectante, bicarbonato de sodio… y dice que nada de eso mejora nuestra condición delante de Dios, porque nuestro problema no es externo, sino interno, del corazón.
Ni la mejor educación, ni las reglas de cortesía y de hospitalidad mejoran nuestra situación ante Dios. La única manera de eliminar el egoísmo, la codicia, la envidia, el sarcasmo y el odio es cuando aceptamos que Dios nos dé un nuevo corazón: “Los lavaré con agua pura, los limpiaré de todas sus impurezas […]; pondré en ustedes un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Quitaré de ustedes ese corazón duro como la piedra y les pondré un corazón dócil” (Eze. 36:25, 26).