De la riqueza al despilfarro
“El rey hizo que en Jerusalén hubiera tanta plata como piedras; y que abundara el cedro como las higueras silvestres en la llanura” (1 Reyes 10:27).
Cuando Salomón le pidió a Dios sabiduría, el Señor le dio también riquezas. No hay nada malo con el dinero, sobre todo cuando reconoces a Dios como el dador y lo honras con los diezmos y las ofrendas, y cuando compartes tus bendiciones con los necesitados. La riqueza puede ser un problema cuando solo vives para tener más y más. Un proverbio dice: “La riqueza es como el agua salada del mar; entre más la bebes, más sed te produce”. Esto le ocurrió a Salomón. Años después, cuando escribió Eclesiastés, reconoció su insensatez. “El que ama el dinero, siempre quiere más; el que ama las riquezas, nunca cree tener bastante” (5:10).
De acuerdo a 1 Reyes 10:14, cada año Salomón reunía 666 talentos de oro, que equivale a 25 toneladas. Imagina la riqueza que acumuló después de cuarenta años de reinado. Gran parte de esta riqueza provenía de impuestos, comercio y regalos que recibía. Además, la gente que antes venía de lejos para escuchar la sabiduría del rey, ahora se acercaba solo para conocer su riqueza y sus gustos extravagantes.
Muchas veces la riqueza cambia la personalidad; las personas se vuelven desconsideradas con los demás, quieren imponer su voluntad, y hasta se olvidan de Dios. Algunos intentan demostrar su riqueza comprando impulsivamente lo que no necesitan. Salomón experimentó todo esto. Si lees 1 Reyes 10:16 al 22 descubrirás qué hizo Salomón con su riquezas, y seguramente llegarás a la conclusión que eran gastos para nada importantes.
En esa etapa de su vida no se comportó como un hombre sabio. Jesús nos advierte sobre el riesgo de concentrarnos solo en tener muchas riquezas y olvidarnos de él como nuestro Salvador: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?” (Mat. 16:26). Recordar esto demuestra que somos sabios.