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«Entonces Naamán bajó al río Jordán y se sumergió siete veces, tal como el hombre de Dios le había indicado.
¡Y su piel quedó tan sana como la de un niño, y se curó!» (2 Reyes 5:14).
Tenía todo menos paz y felicidad. Cuando supo dónde y con quién podía recobrar su salud, no dudó en poner manos a la obra para lograrlo. Siendo el capitán de un ejército, estaba acostumbrado a dar órdenes para que las cosas se realizaran, sin embargo, estaba a punto de aprender una lección que no olvidaría en toda su vida.
–Lávate siete veces en el río –le dijo el profeta.
–¿Qué? ¿Yo?
Puedo imaginar su expresión. De donde venía, había ríos más limpios y hermosos, ¿no daba igual sumergirse donde sea? Además, su plan perfectamente estructurado sobre cómo se realizaría su milagro distaba mucho de aquel disparate.
– Yo pensé –dijo–, que el profeta clamaría a su Dios levantando las manos y, al tocar mi piel, quedaría sana. Gracias a la insistencia de sus siervos, regresó, molesto, pero regresó y sumergió su cuerpo una vez. No
pasó nada. ¿Has emprendido un proyecto que no funciona la primera vez? ¿O quizás has trabajado duro por
tu milagro, dos y tres veces, y parece que Dios está distraído? Si es así, probablemente tenemos que detenernos y preguntar al Señor: «¿Cuál es tu plan?»
El milagro pudo haberse realizado desde la primera vez que Naamán se sumergió en el agua. Es más, bien pudo suceder como él lo tenía previsto, después de todo, su planteamiento para la resolución del problema no era malo. Lo malo era que su orgullo no le permitía darle la razón a Dios.
Muchas veces con tres no basta, y el Señor nos humilla una cuarta, una quinta y hasta una séptima vez, hasta que hayamos quebrantado nuestra propia sabiduría y aprendamos a obedecer sin renegar. El poder no estaba en el agua, el poder no estaba en el número, aunque es el favorito de Dios. Humillado, pero feliz, el leproso aprendió que las órdenes de Dios no se cuestionan, se obedecen. El poder estaba en la obediencia.
No sé cuál es el río en el que Dios quiera limpiarte, pero si estás ahí, deja los prejuicios, deja tus planes porque los que Dios tiene para ti son más grandes. Cuando salgas de ese río estarás curada y limpia, libre de la mancha del orgullo y habrás aprendido la lección más grande de obediencia por fe… «y feliz para siempre con Jesús estaré».