La ciencia de la vida
“Tú, Señor, eres mi todo; tú me colmas de bendiciones; mi vida está en tus manos. Primoroso lugar me ha tocado en suerte; ¡hermosa es la herencia que me ha correspondido!” (Sal. 16:5, 6).
Vivir es una ciencia que no todos dominamos. Es un oficio que se aprende con la mano puesta en el arado y la mirada puesta en el surco, para no perder la dirección. Es un lienzo donde cada quien pinta su propio escenario. Pero, por sobre todo esto, es un trozo de existencia, un precioso regalo que nos concede nuestro Creador.
Vivir es respirar, oler, mirar, oír, tocar y saborear intensamente. Vivir es hacer y dejar huellas por caminos nuevos sin miedos, con la seguridad de que Dios va delante. Vivir es disfrutar con placer de las bendiciones cotidianas, sencillas pero de valor incalculable, que vienen de Dios. Vivir es sentirse afortunada de ver la belleza de una flor y de escuchar el canto de un gorrión. Vivir es reír por el solo hecho de reír; es llorar por la impotencia ante el sufrimiento humano, propio o ajeno. Vivir es decirle al mundo que Dios es nuestro Padre, que vendrá para llevarnos a nuestro hogar celestial.
María José Solaz es una mujer tetrapléjica de 36 años, aparentemente con suficientes razones para despreciar la vida. Sin embargo, dijo:
“Agradezco a Dios la belleza de mi vida y pido poder para llevar las cruces de los que sufren. Deseo que, a través de mi pequeñez, las personas puedan ver que Dios es grande”.
Por otro lado, hay tantos que viven como si estuvieran muertos. Su tono emocional es el negativismo; viven en la penumbra espiritual, ciegos ante las bendiciones de Dios y sordos a la voz del Espíritu Santo. “Miren a Jesús, el autor y consumador de su fe. Aparten su atención de los temas que las entristecen, porque si no lo hacen se convertirán en instrumentos en las manos del enemigo para aumentar el pesar y las tinieblas” (Promesas para los últimos días, p. 149).
Mientras esperamos el día glorioso cuando Dios vendrá para llevarnos al hogar celestial, hagamos de nuestra vida terrenal un manantial de esperanza para otros, sobre todo para aquellos que son nuestra prioridad y están bajo nuestro cuidado. Que nuestra oración sea:
“Querido Jesús, sácame del túnel de la desesperanza; ilumina mi existencia con tu presencia; crea en mí un espíritu de contentamiento, y ayúdame a ser una fuente de alegría para los demás. Amén”.