Los milagros de Dios no tienen tamaño
“Antes que ellos me llamen, yo les responderé; antes que terminen de hablar, yo los escucharé” (Isa. 65:24).
Cuando aquella dama se paró frente al grupo de mujeres para dar su testimonio, nos compartió acerca de cómo Dios obró un milagro en su vida, haciendo que el cáncer que padecía desapareciera de su cuerpo sin que los médicos pudieran encontrarle una explicación. Me quedé impresionada y reflexiva al mismo tiempo. Cuando yo pasé por una situación parecida a la suya, oré mucho por un milagro semejante al de ella; sin embargo, nada evitó que fuera sometida a una cirugía muy complicada y dolorosa.
Aquel testimonio me llevó a pensar que tal vez yo no era merecedora de un milagro como el que había recibido ella. Pero después comprendí que me equivocaba; lo que en realidad sucedió es que lo recibí de manera diferente. Con el paso del tiempo, mi percepción del cuidado de Dios hacia mí ha cambiado mucho.
La vida misma y lo que la sostiene es un milagro. Cada respiración, cada latido del corazón, el diseño de nuestros ojos, nuestra capacidad de oír, saborear y oler son actos milagrosos, cuya explicación escapa a la mente más erudita.
Antes de esperar que suceda un milagro sobrenatural en tu vida, aprende a apreciar aquellos que, sin darte cuenta, pasas por alto, por considerarlos pequeños e insignificantes; me refiero a los milagros que tienen lugar en tu rutina diaria. La fuerza física que tienes para realizar tus tareas, una familia unida, el techo bajo el que te refugias de las inclemencias de la vida, los bebés que nacen, la fruta que se gesta en las ramas de un árbol, las flores que crecen en el campo sin cuidado humano, todos son milagros que proceden de Dios. Todos los días recibimos sus milagros.
Que tu oración de hoy sea: “Gracias, Padre, por todas las bendiciones que recibo de ti. Ayúdame a apreciar los milagros que hacen posible mi existencia en este planeta. Dame fe para esperar confiadamente en que tú obrarás en mi vida en el mejor momento”.