
Cuando el rey murió
“Según el glorioso evangelio del Dios bendito, que a mí se me ha encomendado. Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me fortaleció, porque me consideró fiel al ponerme en el ministerio” (1 Timoteo 1:11-12 , RVC).
Cuenta Heródoto, un gran historiador, que cuando un rey de los escitas moría, se llevaba a cabo un rito para honrarlo. Este consistía en enterrarlo con lo mejor de sus armas y posesiones. También estrangulaban a una de sus concubinas, su copero, su cocinero, su criado, su recadero y a sus mejores caballos, que podían ser decenas de ellos. A todos los enterraban junto a él porque se creía que le servirían en la otra vida. Después, algunos de sus súbditos se hacían heridas en el cuerpo, se cortaban un pedazo de la oreja, se rapaban el pelo, se desgarraban la frente y las narices y se traspasaban la mano izquierda con saetas.
Pero no terminaba todo ahí. Al cabo de un año, tomaban a cincuenta mancebos, de los más allegados al rey, junto con cincuenta caballos, y los estrangulaban también. Jinete y caballo eran puestos alrededor de la tumba para resguardarla, según su creencia. No es difícil imaginar que nadie quería que el rey muriera, sobre todo sus más allegados. Las excavaciones realizadas en el sur de Ucrania, han confirmado que los huesos de los reyes y su séquito seguían en sus tumbas, junto a sus tesoros, o lo que quedaba de ellos, ya que los ladrones de tesoros encontraron muchas tumbas antes que los arqueólogos.
Cuán contrastantes resultan estos eventos con los acontecidos de aquella tarde en el calvario. El día que el Rey del universo murió, nadie más fue muerto para hacerle compañía. Los ladrones en la cruz, cada uno estaba pagando su condena. Nadie se hizo heridas en el cuerpo porque él llevó nuestras heridas; nadie se traspasó la mano izquierda porque ya sus manos y sus pies habían sido traspasados. En la tumba de nuestro Rey no fueron puestos caballos ni objetos de oro, porque él vino humilde a la tierra y no tenía costosas posesiones. Cuando el Rey murió y resucitó, fue quitada del enemigo la potestad sobre la muerte. Los arqueólogos no podrán encontrar sus huesos en una tumba porque está vacía. ¡Qué maravillosa noticia! Nuestro Rey murió para darnos vida. Prediquemos, pues, las buenas nuevas de la salvación.