Sostener la rienda y soltar el látigo
“Los hijos que nos nacen son ricas bendiciones del Señor. Los hijos que nos nacen en la juventud son como flechas en manos de un guerrero” (Sal. 127:3, 4).
La educación de los hijos es uno de los temas más debatidos en la sociedad actual. Sin duda, los padres se encuentran en una gran disyuntiva; algunos toman el extremo de la permisividad más absoluta, mientras que otros se inclinan por la severidad y por un autoritarismo semejante a una tiranía. Encontrar un punto medio, donde la autoridad y el amor se entrelacen, no es tarea fácil.
Muchas pseudoteorías educativas pugnan por la laxitud y la permisividad total, dejando a los hijos libres para tomar decisiones, basándose en el concepto de que las reglas y la disciplina coartan su capacidad de maduración. Por otro lado, están los conceptos de la vieja guardia, ya sabes: “La letra con sangre entra”, que por supuesto tergiversan las declaraciones de la Palabra de Dios cuando dice que el padre que ama a su hijo “madruga a castigarlo” (Prov. 13:24, RVR 95).
De niña pude observar cómo mi padre conducía la vieja carreta tirada por caballos en el pequeño rancho familiar. Las indicaciones para que los animales tomaran el camino eran hechas con pequeños y suaves jalones de las riendas; nunca lo vi usar el látigo contra ellos; este permanecía siempre colgado en un gancho en el granero, ni siquiera lo llevaba con él. Tal vez esta comparación con la educación de los hijos resulte un tanto ruda; sin embargo, me parece una imagen digna de considerar. Las reglas de la casa son como la rienda de un carruaje: dan dirección a fin de que los miembros del hogar no corran peligro y lleguen seguros al destino que Dios tiene preparado para sus hijos. Por otra parte el uso del látigo, la severidad extrema y los golpes físicos, degradan, desvalorizan y anulan la condición de creación de Dios que todo ser humano posee.
Entender el amoroso trato que Dios nos da cuando nos equivocamos debería ser una prioridad para todas las que somos madres. Debemos hacer todo para salvar y redimir a nuestros hijos cuando yerran, del mismo modo que nuestro Salvador y Redentor lo hace con nosotros.