
«Amados hermanos, no se sorprendan de la prueba de fuego a que se ven sometidos, como si les estuviera sucediendo algo extraño» (1 Pedro 4:12, RVC).
Aquella noche llegué por quinta vez a casa de una amiga para darle una inyección a su hija más pequeña. Mientras la pequeña, de apenas cuatro años, me miraba preparar la solución, comenzó a llorar. A medida que me acercaba a ella, su llanto era más profundo y sus lágrimas no dejaban de correr por su carita.
—¡No, hermana Sayli, por favor, no! —me suplicaba.
Ante su súplica, yo guardé silencio. De nada serviría explicarle que era necesario aplicarle el medicamento para que la fuerte infección se fuera de su cuerpo. Cuando un niño me pregunta si la inyección le va doler, mi respuesta siempre es sí. Así que, al no tener algo que decirle, llegué hasta ella y, en medio de su llanto, le apliqué la inyección. Cuando hubo pasado el momento doloroso, le ofrecí papel para limpiar su carita y vino hacia mí. Mientras me despedía de ella desde la reja me envió muchos besos que fueron correspondidos por mí.
En ocasiones, nuestro Padre celestial permite que la prueba llegue a nuestra vida para quitar de nosotros la enfermedad del pecado, la enfermedad del orgullo, la infección de la vanidad y el egocentrismo, la carcoma de las mentiras y cualquier otro pecado con que nuestro espíritu esté infectado. Es posible que, como la niña de la historia, supliquemos llorando que no queremos sufrir. Y es posible que no hayamos escuchado respuesta. Y sí, se vale llorar en medio del dolor, en medio de la prueba dura. Se vale llorar porque no somos de acero; no somos de hierro. Pero debes confiar que en medio de ese dolor, de ese silencio, tu Padre amoroso está trabajando para moldear tu vida, tu carácter, tu vida de oración.
El apóstol Pedro afirma que no debemos sorprendernos cuando llegue la prueba de fuego porque no nos está sucediendo algo extraño. Al contrario, Dios nos está purificando. Necesitamos el corazón de un niño para enviar besos al cielo después del dolor y decirle a Jesús: «Gracias por la prueba. Lloré, pero ahora estoy sana». No sé cuál sea tu dolor ahora mismo y estoy segura que no encuentras respuestas. Pero te aseguro que, en medio del silencio, Dios está trabajando para tu bien.

