Matutina para Mujeres, Miércoles 04 de Agosto de 2021

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Seamos las manos de Dios

“Jesús tuvo compasión de ellos, y les tocó los ojos. En el mismo momento los ciegos recobraron la vista, y siguieron a Jesús” (Mat. 20:34).

Era invierno, y sucedió en una calle cualquiera. Se veía muy frágil: su carita roja, su nariz húmeda, sus pequeñas manos violáceas y unas san­dalias raídas que cubrían sus pequeños pies. Estiró su mano a la altura de la ventanilla de mi auto y, con ojos lánguidos, me pidió una moneda. Re­cuerdo haber puesto en su mano algo de dinero, más para acallar mi concien­cia que para ayudarlo en sus necesidades, que sin duda eran muchas. Entonces, surgió dentro de mí un diálogo. En él, cuestioné a Dios: “¿Dónde estás, que permites el dolor de un niño?” 

El sufrimiento y el dolor humano están a la vista de todos; la pobreza, los abusos y las injusticias son el común denominador de todos los países del mundo. ¿Será que Dios nos ha olvidado o somos nosotros quienes nos hemos olvidado de Dios? En respuesta, vino a mi mente la promesa eterna y mara­villosa del Padre: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de com­padecerse del hijo de su vientre? ¡Aunque ella lo olvide, yo nunca me olvidaré de ti!” (Isa. 49:15, RVR 95). Entonces ¿por qué tanta miseria?

Pronto, nuestro Señor regresará por sus hijos y pondrá fin al dolor, a la in­certidumbre, al sufrimiento y a toda clase de mal. Hasta que ese día llegue, él nos pide que seamos sus manos, es decir, que ayudemos a aliviar el dolor y el sufrimiento de los débiles y necesitados de este mundo. 

Querida amiga, no permitas que el sufrimiento ajeno pase inadvertido frente a ti. La insensibilidad ante los sentimientos de los demás endurece el corazón y agiganta la soberbia. Levantemos los ojos y miremos nuestro en­torno, siendo conscientes de lo que vemos. Así nos daremos cuenta de que es­tamos rodeadas de hombres, mujeres, ancianos, adultos, niños y jóvenes que necesitan atención, respeto, cuidados, consolación, compasión, apoyo y ayu­da. Nuestras cargas se aligeran y nuestro propio sufrimiento disminuye cuando nuestras acciones van dirigidas a aliviar el sufrimiento de los demás. 

Seamos las manos de Dios. Comencemos a serlo en nuestro hogar, con nues­tros hijos, con nuestro esposo y amigos. Luego, con la vista alzada, veamos más allá y alcancemos a los cientos de seres necesitados que a diario aparecen en nuestro caminar. Usemos como lema la frase de Teresa de Calcuta: “Las manos que sirven son más santas que los labios que oran”.

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