Matutina para Mujeres, Miércoles 14 de Abril de 2021

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Derribando muros

“He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros” (Isa. 49:16, RVR 95).

Hay muros que se han quedado como documentos históricos de la humanidad. Resulta imposible no recordar el Muro de Berlín, que dividió esa ciudad alemana en dos; no solo eso, sino que también se­paró familias y amigos durante un largo y triste periodo de casi 30 años. Sin embargo, el amor y la esperanza de un reencuentro los mantuvo unidos e hizo posible la caída. Fueron 120 kilómetros de cemento de 3,6 metros de altura donde cientos de personas dejaron su vida buscando la libertad.

Otro muro que se yergue incólume al paso del tiempo es el Muro de los Lamentos, en Jerusalén. Este lugar, que es sagrado para los judíos, se ha con­vertido en un punto tradicional de oración. Son millones las personas que han orado allí, quizá esperando que Dios les contestara desde el otro lado del muro. 

Esto me pone a pensar que Dios derribó los muros que nos separaban de él al venir a este mundo a nacer, morir y resucitar, solo por el amor incon­dicional que nos ata a su misericordia y su gracia. A través de su sacrificio, los seres humanos, un día separados de Dios por la transgresión, podemos aspirar a un reencuentro que no tendrá fin en la patria celestial. ¿Pero qué hay de aquellos muros de indiferencia, apatía y frialdad que a veces erigimos en torno a nosotras y que nos separan de aquellas personas a las que amamos? Estos son los que los expertos llaman “muros emocionales”. Son corazas que aprisionan y endurecen el corazón, y que nos desconectan de nosotras mismas y de los demás. 

Puede ser que tu historia personal se encuentre marcada por episodios de abuso, malos tratos y abandonos, y que por lo tanto hayas decidido poner un muro de frialdad para protegerte de nuevas agresiones futuras. Debes saber que Dios está a tu lado, dándote contención, fortaleza y sabiduría para enfren­tar tus miedos y para superar la fragilidad en la que te has encerrado. 

Querida amiga, ya es tiempo de derribar los muros. Abre tu corazón y tu mente; aprende a recibir y a dar afecto; deja que tus sentidos te lleven a ex­perimentar el amor de Dios y del prójimo. Es así como tus ojos podrán ver por fe las fronteras de la ciudad santa, que será tu morada eterna.

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