Madre e hija, un vínculo de amor
“Herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre” (Sal. 127:3, RVR 95).
Se sentó frente a mí con los puños cerrados. Cuando intenté acercarme a ella, su cuerpo se puso rígido y se echó hacia atrás en el sillón, huyendo de mi cercanía. Intenté entablar un diálogo, pero no lo logré. Levantó un gélido muro de indiferencia, casi imposible de romper. Así que nos quedamos en silencio un momento y luego, con suavidad, comencé a hablar de mis propios padres y de mi adolescencia, que a veces fue tan triste. Fue entonces cuando un brillo de lágrimas se asomó a sus ojos de niña. Tenía apenas 15 años. Me acerqué, ahora sí, sin resistencia, y tomé su mano. En un movimiento inesperado, se abrió por completo a mí: subió la manga de su suéter y pude ver las cicatrices, resultado de su autoflagelación. En mi presencia, lloró su soledad, su tristeza, su abandono. Yo, aunque no se pudieran ver mis lágrimas, lloraba en mi corazón con ella, recordando mis propias soledades de niña y conectando completamente con su dolor.
Si eres madre, supliquemos a Dios que nos ayude a no entorpecer en ningún modo el desarrollo mental, emocional y espiritual de nuestras niñas. Ellas necesitan nuestra ternura, nuestra empatía y nuestra total aceptación de quienes son. El mundo les da miedo, por eso necesitan ser guiadas con palabras de ánimo que conecten de una manera auténtica con su realidad. Puedes mostrarle tu amor a tu hija con actos concretos:
- Aceptando su forma de ser.
- Interesándote en lo que a ella le interesa.
- Abrazándola todos los días.
- Alentándola en los fracasos.
- Ríendote con ella.
- Disciplinándola con bondad.
Si te falta fuerza, paciencia o tolerancia, pídelas a Dios. Nuestro “compasivo Redentor los observa con amor y simpatía, listo para oír sus oraciones y prestarles la ayuda que necesitan. Conoce las cargas que pesan sobre el corazón de cada madre y es su mejor amigo en toda emergencia” (El hogar cristiano, p. 172).