Cuando los padres se transforman en hijos
“La corona de los ancianos son sus nietos; el orgullo de los hijos son sus padres” (Prov. 17:6).
Hace algún tiempo, mientras estaba en la puerta de embarque de un aeropuerto, observé a una pareja muy singular. Eran dos damas que, al igual que yo, se preparaban para abordar un vuelo. Mi atención aumentó cuando la mayor de ellas llamó “hija” a su compañera. Entonces me di cuenta de que eran madre e hija. La señora más joven acomodó a su madre en un asiento, tomó el bolso de su progenitora y comenzó a revisar los documentos que llevaba dentro. De vez en cuando, miraba a su madre y le decía: “Mamá, ¿entiendes lo que te digo?” Y agregaba: “Este es tu pasaporte. Fíjate muy bien dónde lo guardas. No lo vayas a extraviar, pues si se pierde, no podrás viajar”. La mujer mayor asentía con leves movimientos de cabeza en señal de que estaba entendiendo y acatando las indicaciones de su hija. Fue entonces cuando recordé que era el mismo estilo de comunicación que yo tenía con mis hijas cuando iban al preescolar; les recordaba acerca de sus útiles y les encomendaba que fueran muy cuidadosas con ellos pues, si los perdían, no podrían hacer las tareas o seguir a los maestros en la clase.
Cuando la vitalidad física disminuye, cuando los ojos solo ven en las distancias cortas y los oídos inventan palabras porque no son capaces de captar lo que se dice; cuando las piernas se doblan como un junco movido por el viento, cuando la mano mayor busca temblorosa el soporte de la menor, qué agradable, gratificante y consolador es contar con hijos tiernos y amorosos, que te respetan y te quieren por todo lo que has significado en la vida para ellos.
Querida amiga que lees estas líneas, si tienes padres mayores, disfruta de su compañía, aprende de su sabiduría, escucha sus conversaciones a veces largas y sin sentido, y no olvides que, a pesar de los errores que cometieron, son quienes te aman más, después de Dios.