Si te sientes bien, te ves bien – I
“Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Ped. 2:9, RVR 95).
Todas deseamos caer bien a los demás, porque esto alimenta nuestra necesidad de pertenencia y aceptación, y nos brinda seguridad personal. Sin embargo, este anhelo interno, muchas veces está en pugna con nosotras mismas. Nuestra historia de vida, especialmente la de los primeros años, define en la mayoría de los casos la intensidad de esta lucha interna.
Durante los primeros años de vida, la mayoría de los niños reciben de parte de sus padres una buena dotación de cariño y aceptación, lo que provee un sentido pleno de seguridad. Otros, en cambio, reciben una dieta emocional tan pobre y escasa, que se tornan personas inseguras, propensas a mendigar afecto tratando de caer bien a todos. Pero como dice el viejo refrán: “No soy monedita de oro para caerle bien a todos”. Caeremos bien a algunas personas, pero nunca lograremos caerle bien a todo el mundo; por eso, intentarlo es un esfuerzo sin sentido.
Es importante aceptar como algo natural el hecho de que, parte de la convivencia humana, es que habrá personas a las que no les caeremos bien; no debemos darle más importancia de la que tiene. Hemos de aprender a vivir con ello, no con resignación, sino con optimismo. Lo único que está en nuestra mano es tratar a la gente sin hacer acepción de personas; una vez hemos sido respetuosas en el trato, caer bien o mal ya no está en nuestra mano.
Las personas que tienen la capacidad de llevarse bien con otros han tenido que cultivar ciertas cualidades y desechar ciertos falsos conceptos respecto a ellos mismos. Creencias como “soy fea”, “nadie me quiere”, “mi vida es aburrida”, “nadie se interesa en mí”, “nunca seré popular”, “soy un ser anónimo en el universo” o “las ideas y opiniones de los demás siempre son mejores que las mías”.
El sentimiento de valor personal, en primera instancia, debe nacer en nosotras como reconocimiento de que somos creación de Dios, hechas a su imagen y semejanza; no por el hecho de caer bien o mal a los demás.
Las primeras vivencias de nuestra vida no tienen que marcarnos para siempre. Ninguna circunstancia, por muy aterradora y destructiva que sea, puede quitarnos el amor que Dios siente por nosotras. Y él tiene suficiente poder para que, a pesar de los desaciertos, vivamos plenamente realizadas.