Venganza divina
Te atacaron cuando estabas cansado y agotado, e hirieron de muerte a los más débiles que se habían quedado atrás. No tuvieron temor de Dios. Deuteronomio 25:18 NTV.
Dios no olvida el mal que le hacen a sus hijos. Los amalecitas eran descendientes de Esaú (Gén. 36:12). Vivían a la entrada del desierto, y atacaban y saqueaban a los viajeros. Aunque habían oído cómo Dios había dirigido a los israelitas para salir de Egipto, los agredieron por la espalda cuando estaban cansados e indefensos (Éxo. 17:8-16). Dios entonces prometió a Moisés, hacer guerra contra los amalecitas. “La primera orden de destruir a los amalecitas como nación fue dirigida a Josué (Éxo. 17:14), pero el verdadero castigo […] fue llevado a cabo en etapas. Barac y Gedeón (Jue. 5:14; 6:3; 7:12), Saúl y Samuel (1 Sam. 15:1-9), y David (1 Sam. 27:8, 9; 30:1, 17) participaron en la ejecución del decreto contra ellos. Y finalmente los hijos de Simeón completaron la tarea (1 Crón. 4:42, 43)” (1CBA, p. 1055). Los amalecitas insultaron la gloria de Dios cuando atacaron a su pueblo (Éxo. 17:16). El mal que te hacen, Dios lo toma como si fuera en su contra. Quien te toca, toca la niña de sus ojos.
Cuando Dios ordenó en Deuteronomio 25:17 al 19 borrar la memoria de los amalecitas, la generación que había sufrido el ataque ya había muerto, y la nueva generación no guardaba ningún resentimiento personal. Los amalecitas ya no constituían un peligro para los israelitas; pero a Dios no se le olvida el mal que le hacen a sus hijos, especialmente cuando están en momentos de dificultad.
Dios esperó durante cuatrocientos años a que los amalecitas se arrepintieran, hasta que ordenó a Saúl ejecutar la sentencia de muerte a todo amalecita (1 Sam. 15). “La paciencia de Dios hacia los impíos envalentona a los hombres en la transgresión; pero que el castigo se demore no lo hará menos seguro ni menos terrible” (PP, p. 680). “El cuidado de Dios se manifiesta en favor de los más débiles de sus hijos. Ningún acto de crueldad u opresión hacia ellos se pasa por alto en el cielo.
La mano de Dios se extiende como un escudo sobre todos los que le aman y temen; cuídense los hombres de no herir esa mano; porque ella blande la espada de la justicia” (PP, p. 307). Deja cualquier venganza en las manos de Dios.