Como un aguijón
“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar de coces contra el aguijón” (Hechos 26:14).
“Dar de coces contra el aguijón”. ¿A quién se le puede ocurrir? La palabra “aguijón” en este pasaje es una traducción del griego kéntron, el extremo puntiagudo de una vara con que se picaba a los bueyes para que apuraran el paso. ¿Captas la idea? ¿A quién se le podría ocurrir dar puntapiés a una vara puntiaguda? ¡Es como si uno mismo se diera “cabezazos contra la pared!” (Hech. 26:14, NVI).
Obviamente, la expresión “dar de coces contra el aguijón” es figurada. Cuando, en el camino a Damasco, Jesús se apareció a Saulo –entonces perseguidor de la iglesia–, le dijo algo así como: “¿Qué sentido tiene lo que estás haciendo al perseguirme? ¡Lo único que logras con esto es herirte a ti mismo!” El significado es claro: al igual que el agricultor aguijonea al buey para apremiarlo, así Jesús, por medio del Espíritu Santo, había estaba “pinchando” el corazón de Saulo desde hacía algún tiempo. Pero él se resistía. El resultado era que le estaba resultando doloroso, e incluso absurdo, seguir dando “coces contra el aguijón”.
Muy interesante resulta saber que la forma verbal que se traduce “dar coces” también puede traducirse “seguir dando coces”. Este hecho hace pensar que por un tiempo Saulo había estado resistiendo los llamados del Espíritu Santo; y que cuando finalmente reconoció en el Resucitado al Jesús que él tan fieramente perseguía, su conversión no fue tan repentina como parece. Fue, más bien, el resultado de un largo proceso.
Lo que estamos diciendo es que, así como Saulo perseguía a Jesús para destruirlo, también Jesús lo perseguía a él para salvarlo. Todo lo cual confirma, de nuevo, una de las verdades más hermosas de la Escritura: antes de que amáramos a Dios, “él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
Además, confirma otra gran verdad: que tu conversión no fue tan repentina como pudieras pensar. ¡Durante mucho tiempo Jesús te estuvo siguiendo los pasos! De manera incesante, sin dar ni pedir tregua, estuvo “aguijoneando” tu corazón, hasta ese día glorioso cuando dijiste: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Una obra paciente en la que un maravilloso Salvador poco a poco te atrajo “con lazos de ternura, con cuerdas de amor” (Ose. 11:4, DHH).
Gracias, Jesús, por haber sido tan paciente conmigo. Y porque, a pesar de que te di la espalda tantas veces, de manera incesante seguiste tocando a la puerta de mi corazón. ¿Qué quieres que haga por ti, Señor?