¿Más señales?
“Llegaron los fariseos y los saduceos para tentarlo, y le pidieron que les mostrara una señal del cielo” (Mateo 16:1).
¿Fariseos y saduceos juntos? Era muy extraño que miembros de estas dos sectas enemigas estuvieran juntos. A menos que, como tan a menudo sucede, los uniera un enemigo en común. Y este era, precisamente, el caso: querían poner a prueba al Señor Jesús.
Algunos comentadores bíblicos sugieren que la delegación de fariseos y saduceos, de la que habla nuestro texto de hoy, había sido comisionada por el Sanedrín, la suprema autoridad religiosa y civil de los judíos. Su objetivo era mostrar ante el pueblo que Jesús no era el Mesías. Cualquiera que haya sido su motivación, el caso es que estos líderes religiosos “le pidieron que les mostrara una señal del cielo”. Y es aquí cuando resulta difícil no preguntarse: ¿Más señales? A esta altura de su ministerio, ya Jesús había demostrado su poder sobre la enfermedad y su capacidad de obrar milagros ¡Y querían más señales!
“La generación mala y adúltera demanda una señal”, les respondió Jesús, “pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás” (Mat. 16:4). ¿Cuál era esa “señal de Jonás”? “Como Jonás había estado tres días y tres noches en el vientre de la ballena, Cristo habría de pasar el mismo tiempo ‘en el corazón de la tierra’. Y así como la predicción de Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, así la predicación de Cristo era una señal para su generación” (El Deseado de todas las gentes, p. 373).
¡La señal que demandaban ya estaba ante ellos! Era Cristo. Sus obras eran las de Dios. Sus palabras eran las de Dios. Su vida revelaba el carácter de Dios.
¿Y querían más señales? ¡Ni siquiera los convenció el hecho de que Jesús se levantara de los muertos! ¿Por qué? Porque más que “esclarecimiento intelectual”, lo que necesitaban era “renovación espiritual” (ibíd., p. 372).
Hay varias lecciones que hemos de aprender de este relato. Una, que nuestra fe no debe alimentarse de milagros, sino de la Palabra de un Dios, quien es fiel a sus promesas. Dos, que en Cristo tenemos todas las señales; todas las evidencias que necesitamos para creer que Dios nos ama y se interesa profundamente en nosotros. Finalmente, que, si de milagros se trata, no hay que ir muy lejos para encontrar uno: ¡tú eres un milagro de la gracia de Dios! ¡Y yo también!
¿Seguiremos, al igual que los fariseos y saduceos, pidiendo más señales?
Gracias, Padre, porque la encarnación de tu Hijo es el mayor de todos los milagros. Y porque yo también soy un milagro de tu poder y de tu amor.