Segundo en jerarquía
“Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (Romanos 12:10).
¿Te suena familiar el nombre de Scottie Pippen? Pippen integró con Michael Jordan uno de los dúos más temibles en la historia del basquetbol profesional. Ganó seis campeonatos de la NBA y participó siete veces en el Juego de las Estrellas.
Con esas credenciales, Pippen pudo haber sido el número uno en cualquier otro equipo de la NBA, pero estaba feliz con ser “el segundo en jerarquía”, detrás de Michael Jordan, el jugador superestrella de Chicago.
Recordé a Scottie Pippen hace unos días mientras leí una vez más la historia de la visita que Jonatán le hizo a David, mientras este huía de la ira de Saúl. Tan fiera fue esa persecución, que David tuvo que esconderse “en un monte en el desierto de Zif [porque] lo buscaba Saúl todos los días” (1 Sam. 23:14). Pero hasta el desierto viajó Jonatán para hacerle una visita a su buen amigo, y darle ánimo en su momento de necesidad: “No temas”, le dijo, “porque la mano de mi padre Saúl no te encontrará. Tú reinarás sobre Israel, y yo seré segundo después de ti” (vers. 17, RVA-2015).
En otras palabras, a Jonatán no le importaba ser “el segundo en jerarquía”. ¿Por qué lo hizo? Porque la amistad que lo unía a David estaba por encima de cualquier rivalidad egoísta. Ese mismo día de la visita, dice la Escritura, los dos amigos “hicieron un pacto delante de Jehová” (vers. 18): cuando David reinara sobre Israel, preservaría la vida a la familia de Jonatán (ver 20:14-17), y Jonatán reinaría con él como su segundo en jerarquía.
Lamentablemente, Jonatán no vivió para ver el cumplimiento del pacto, pues murió tiempo después en batalla. Sin embargo, su disposición a rebajarse para que su amigo recibiera el lugar de honor, nos recuerda la esencia de la verdadera humildad. Y también nos recuerda otra visita: la que siglos más tarde nos hizo el Rey del universo, quien tomando la forma de siervo, se hizo semejante a nosotros; y “hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:7, 8).
Padre celestial, quita de mi corazón el deseo de buscar honores terrenales; más bien, inspira en mí un espíritu como el de Jonatán, de modo que no me importe ocupar el segundo lugar. Y cuando el orgullo se quiera apoderar de mi corazón, ayúdame a recordar la humillación que sufrió tu Hijo amado para poder salvarme.