No tan obvio
“Confía en el Señor con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento” (Prov. 3:5, NTV).
Lot y Abram tenían un problema insólito: ambos eran tan ricos, que la tierra no daba abasto para sustentar al ganado de ambos. Cuando sus pastores comenzaron a pelearse por el acceso al agua y las pasturas, Abram le propuso a su sobrino que se separaran. Entonces, Lot escogió las llanuras fértiles del valle del Jordán. ¿Y quién no hubiera escogido esa tierra verde y con abundante agua, semejante al Jardín del Edén? Honestamente, las decisiones que más me cuesta rendirle a Dios son las que parecen más obvias. Si tu jefe te ofreciera hoy un aumento de sueldo, ¿te detendrías a peguntarle a Dios si es buena idea aceptarlo? La ventaja de las decisiones grandes es que nos asustan un poquito. El miedo nos empuja a empequeñecernos, a doblar las rodillas y orar. Pero con las decisiones pequeñas corremos el riego de creer que no nos hace falta ayuda. Confiando en su propia inteligencia, en la obviedad de la situación, Lot escogió el valle del Jordán y movió sus carpas cerca de Sodoma. Sin embargo, “los habitantes de esa región eran sumamente perversos y no dejaban de pecar contra el Señor” (Gén. 13:13, NTV).
No estoy queriendo decir que debas paralizarte frente a una góndola del supermercado, pensando que no puedes escoger una marca de cereal a menos que un ángel descienda y te la señale. Sin embargo, estoy convencida de que Dios desea participar de nuestras pequeñas decisiones mucho más de lo que imaginamos. Hace un par de semanas, una amiga me invitó a una pequeña fiesta de jardín. Ella había comprado una torta e invitado a un grupo de amigas para tomar el té y disfrutar del sol del verano. Yo no estaba segura de qué estilo de ropa ponerme y le pregunté a Dios su opinión. Se me vino a la mente un vestido que hacía mucho no usaba. Me lo puse, me miré al espejo y pensé: “Debo haber entendido mal; este vestido es demasiado veraniego”. Sin volver a preguntarle a Dios, me cambié de ropa. Elegí algo un poco más abrigado y salí de mi casa. Luego de caminar cinco o seis cuadras hasta la casa de mi amiga, estaba empapada en sudor. ¡Hacía mucho más calor de lo que yo había pensado! Como todavía era temprano, volví a mi casa y me puse el vestido que Dios me había recomendado. No era una decisión tan sencilla y obvia, después de todo.
Señor, quiero confiar en tu sabiduría aun con mis pequeñas decisiones, especialmente con las que me parecen una obviedad.