Exclusividad
“No tengas otros dioses aparte de mí” (Éxodo 20:3).
El primer mandamiento destaca la exclusividad de Dios. Se podrían evitar muchas decepciones y tragedias si le damos a Dios el primer lugar. Desobedecemos este mandato cuando preferimos a personas, pasatiempos, estudio, dinero, o incluso a nosotros mismos antes que a Dios.
Darle a Dios el primer lugar implica adorarlo. Lo adoramos cuando reconocemos que solamente él es omnipotente (que puede hacer cualquier cosa), omnisciente (que lo sabe todo); omnipresente (que está en todas partes). Los llamados dioses actuales son creación de la mente humana. Son pasajeros, incapaces de dar vida, crear o salvar. Más bien, nos quitan el dinero, la salud y el tiempo. David dice sobre Dios: “Grande es nuestro Dios, y grande su poder; su inteligencia es infinita” (Sal. 147:5).
Cuando Dios nos indica que lo adoremos, no es una orden absurda; es lo mejor para nosotros. Si no adoramos a Dios nunca estaremos satisfechos, y sentiremos siempre un vacío en la vida. Pablo presenta en Romanos las terribles consecuencias de no reconocerlo. “Han cambiado la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, y hasta por imágenes de aves, cuadrúpedos y reptiles” (Rom. 1:23).
Por otra parte, Dios no desea que nuestro corazón esté dividido, y nos advirtió: “Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro” (Mat. 6:24). Si no le dedicamos todo nuestro corazón a Jesús, nos alejaremos del propósito más importante de la vida: la salvación.
Para tener el deseo de adorar y servir a Dios, necesitamos conocerlo mejor cada día. Cuanto más lo conozcamos, más lo amaremos. El amor es el fundamento de la verdadera adoración. Jesús lo afirmó cuando dijo: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mat. 22:37). Dios nunca te defraudará ni te abandonará. Puedes confiarle tu vida.