¿Qué hice mal?
“Examina la senda que siguen tus pies y sean rectos todos tus caminos” (Prov. 4:26).
Llegó a su primera sesión de terapia con esta pregunta: “¿Qué hice mal?” Después me relató su historia, entre lágrimas; cómo no comprenderla, si yo también soy madre. Ella se había dedicado en cuerpo y alma a su único hijo: no había escatimado tiempo, ni cuidados o atención, había dado prioridad a su alimentación y a todo lo que requería para estar sano; sin embargo, con apenas 20 años, había tenido que llevarlo al hospital por una sobredosis.
En primera instancia, yo no supe qué decirle. Me parecía aquella una historia tan fuerte, que sabía que no hay palabras para aliviar ese dolor. Así que me limité a agarrarle la mano; ambas guardamos silencio. Entonces, dejó ir un alarido de dolor: “¡Todo lo que hice no sirvió para nada!” La teoría de la terapia psicológica me decía que aquella mujer cargaba un enorme “costal” de culpa que apenas le permitía respirar; hay palabras que se pueden decir en ese momento, pero en la sencillez del dolor de aquella mujer solo atiné a abrazarla y guardar silencio. La impotencia de una madre frente al fracaso de un hijo causa un dolor indescriptible.
¿Cuántas veces te has sentido una madre fracasada? Si me lo preguntaras a mí, te diría que muchas. Recuerdo en ocasiones los errores que cometí con mis hijas y cómo, en el momento, me hicieron sentir un fracaso como madre. Pero luego recuerdo que Dios, aun siendo un Padre que nunca ha cometido un error, ha tenido que ver (y sigue teniendo que ver) cómo algunos de sus hijos se pierden en el camino equivocado.
Los sentimientos de fracaso y de culpa pueden ser muy abrumadores cuando se trata de los hijos. Si no hiciste lo correcto “allá y entonces”, hazlo “aquí y ahora”; redimir el tiempo malgastado es una oportunidad que Dios nos ofrece para reparar, restaurar y sanar la relación con nuestros hijos. Con paciencia, aceptación y un sincero deseo de reconstruir, acércate a los tuyos sin reprocharte nada. Solo recrea lo que pudiste haber hecho y no hiciste.
Concéntrate en sanar tus heridas y las de tus hijos. Pon cada día bálsamo en las cicatrices, con amor abnegado, sin culpa y sin remordimientos. Tus hijos necesitan a una madre honesta y cariñosa, no a una mujer que se victimiza llorando por los rincones sin consuelo.