De Nueva York a París
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13, RVR 95).
El 12 de febrero de 1908, seis automóviles iniciaron una carrera que iba de Nueva York a París. ¿Suena imposible? Bueno, tal vez. La competencia comenzó en Times Square, ciudad de Nueva York, con más de 250.000 personas animando el inicio de una carrera para dar la vuelta al mundo. Se convirtió en la competición automovilística más larga de la historia. En este evento de categoría mundial, participaron seis equipos provenientes de Francia, de Italia, de Alemania y de Estados Unidos. El recorrido, que atravesaba el país hacia el oeste, incluía cruzar de Alaska a Siberia por el congelado Estrecho de Bering; pero al llegar a Valdés (Alaska), se dieron cuenta de que era imposible. Al final, viajaron en barco de Seattle (EE. UU.) a Japón y, de allí, a Vladivostok (Siberia, Rusia), donde nuevamente ocuparon su lugar detrás del volante. La carrera, de 35.500 kilómetros, atravesó tres continentes; y duró 170 días, con 88 días de conducción propiamente dicha. La media de la carrera diaria fue de solo 244 kilómetros, y el tramo más largo fue de 675 kilómetros. Y todo esto en un momento en que se consideraba que los caballos eran más fiables que los automóviles.
Al comenzar en invierno –con la idea (fallida) de cruzar el Estrecho sobre hielo–, la carrera se desarrolló en terribles condiciones climáticas. No había carreteras, y las pocas rutas que sí existían, frecuentemente, eran intransitables. Los conductores, a menudo, iban por las vías del tren, pero, como estaba prohibido usar las vías en sí, montaban el vehículo a horcajadas entre los rieles, saltando sobre los durmientes. Recorrieron grandes distancias a campo traviesa, mucho antes de los días de la tracción a cuatro ruedas; y tuvieron que empujar el auto o tirar de él para desatascarlo de la nieve y el barro. Y más de una vez, caminaron hasta el alejado poblado más cercano a buscar combustible o materiales para reparar el vehículo.
El equipo estadounidense del corredor Montague Roberts, y el conductor y mecánico George Schuster fueron los ganadores de la carrera, con un auto de la Thomas Motor Company de Buffalo, Nueva York. El Thomas Flyer costaba 4.000 dólares, pesaba 2.268 kilos con carga, y podía alcanzar una velocidad de 95 kilómetros por hora, algo sorprendente para un automóvil en aquella época. La hazaña nunca ha sido igualada. George y sus compañeros, ya fallecidos, siguen teniendo el récord mundial más de cien años después.
A veces sentimos que los retos de la vida son demasiado para nosotros (como estar varado sin gasolina en el medio de Siberia). Nuestros amigos nos piden que hagamos cosas que sabemos que no debemos hacer. Los deportes en los que queremos participar se practican los viernes por la noche.
Las personas que amamos terminan en el hospital o mueren tras mucho sufrimiento. Pero debemos ser valientes. Todo lo que él nos pide, lo podemos hacer con su poder.