La fiesta de Belsasar – parte 1
“¡Ya cayó, ya cayó la gran Babilonia!” (Apoc. 14:8).
El festín de Belsasar había comenzado con gran bullicio. Unos mil invitados sorbían vino, bebían cerveza, se deleitaban con los manjares reales y festejaban como si fuera su último día en la tierra. Y exactamente así sería, al menos para su anfitrión.
La fiesta transcurría entre música y risas. Sin embargo, Belsasar sintió que necesitaba elevar un poco más el ritmo, para aumentar la diversión. Tal vez fue el alcohol o su propia inseguridad. El poderoso rey Nabucodonosor había muerto y su hijo había reinado solo dos años, antes de que su cuñado Neriglisar lo asesinara y se hiciera cargo del trono. Cuatro años después Neriglisar murió, y su hijo Labashi-Marduk, que era demasiado joven para gobernar adecuadamente, cayó víctima de una conspiración nueve meses después. El padre de Belsasar, Nabonido, llegó al poder en el año 556 a.C., pero estaba mucho más interesado en estudiar historia y religión que en gobernar el país. En el 549 hizo las maletas y se fue a la ciudad de Taima, ubicada a unos cientos de kilómetros de distancia (en la actual Arabia Saudita), para adorar a Sin, el dios de la luna. Aunque todavía se le consideraba rey de Babilonia, designó a Belsasar como el segundo al mando y dejó Babilonia en sus manos.
Se desconoce a ciencia cierta cuál fue su principal motivación, pero lo cierto es que Belsasar ordenó a sus sirvientes que trajeran los vasos sagrados que Nabucodonosor había tomado del Templo de Jerusalén. Burlándose del Dios verdadero, los asistentes a la fiesta bebieron vino en los vasos de oro y plata, mientras alababan a sus deidades paganas. Entonces, Belsasar sintió un éxtasis que ningún estimulante artificial podía proporcionar. No se sentía como un simple corregente que trabajaba para su padre, sino como el amo del universo. De repente, una ráfaga de aire atravesó el salón.
Dedos como de una mano humana trazaban palabras en la pared. Un sudor frío brotó de la cara de Belsasar; las piernas le temblaban y parecía que no podía sostenerse en pie. Todos los relatos que circulaban en el palacio y que hacían referencia a profecías sobre el trono se agolparon en su cerebro. Ese tipo de cosas habían vuelto loco al mismo Nabucodonosor. Así que decidió hacer lo que este habría hecho en su lugar: llamar a los astrólogos, los cuales le dijeron lo mismo que le habrían dicho a su predecesor: absolutamente nada útil.
Continuará…