¡Maravillosa gracia!
“A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:6-8, NVI).
¿Cómo podríamos explicar lo que es la gracia de Dios en términos que todos podamos entenderla? La respuesta la encontramos en nuestro texto de hoy. Debido a que tú y yo éramos incapaces de alcanzar la salvación por nuestros propios méritos, Dios envió a su Hijo para que muriera en nuestro lugar, “cuando todavía éramos pecadores”.
Lo que el apóstol Pablo nos está diciendo aquí es que, además de que no podemos ganar la salvación, tampoco la merecemos.
Un relato que cuenta David A. Seamands ilustra bien esta gran verdad (Healing Grace, p. 111.). Dice él que, durante las Guerras Napoleónicas, un soldado se durmió en el puesto del deber. Habiendo sido juzgado, se lo encontró culpable y fue condenado a muerte. Apenas supo de esta noticia, la madre del soldado se las arregló para conseguir una audiencia con el emperador. Cayendo a sus pies, la mujer imploró misericordia. Alegó que era viuda y que su hijo era su única fuente de sustento.
–Su hijo no merece misericordia –le respondió Napoleón–. Lo que merece es la muerte.
–Su Majestad tiene razón –replicó respetuosamente la madre–. Por eso es que estoy suplicando misericordia para él, porque si la mereciera, entonces no sería misericordia.
Dice el relato que Napoleón, impactado por la lógica de esa última declaración, otorgó el indulto al joven condenado. ¿Por qué lo hizo? Porque la gracia del perdón no se concede a quien lo merece, sino a quien lo necesita. ¿No era esta, exactamente, nuestra situación como seres humanos caídos? Por nuestra rebeldía, nos convertimos en enemigos de Dios. Merecíamos, por lo tanto, la muerte eterna; pero el amor de Dios se interpuso y el castigo que el culpable merecía recayó sobre Aquel que no tenía pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él (ver 2 Cor. 5:21).
El Inocente carga con nuestra culpa y nosotros, a cambio, recibimos su justicia. Y todo esto porque el gran amor de Dios nos busca y nos alcanza, “no porque seamos dignos, sino porque somos totalmente indignos” (Elena de White, La maravillosa gracia de Dios, 1974, p. 10).
¡Maravilloso intercambio! ¡Maravillosa gracia! ¡Alabado sea el nombre de Dios!
Gracias, Jesucristo, porque estuviste dispuesto a recibir el castigo que yo merecía. Y porque me has concedido el perdón que necesitaba, en lugar de la muerte que merecía.
Hermoso, realmente no lo merecíamos. Gracias mi Dios 🙏