¿Por qué seguir huyendo?
“Feliz el hombre a quien sus culpas le han sido perdonadas por completo” (Salmo 32:1, DHH).
Nuestro texto de hoy nos habla de dos de las realidades más antagónicas de la vida humana: el aguijón de la culpa y la dicha del perdón. Mientras David calló, se “envejecieron sus huesos” (Sal. 32:3), ¡pero cuán grande fue el gozo de saber que su pecado había sido perdonado por completo!
Muy similar a la experiencia que vivió Gordon MacDonald cuando todavía era un niño. Cuenta él que un día accidentalmente tumbó al suelo una lámpara de cerámica muy especial para su mamá. Al caer, el astil de la lámpara no se partió, pero se agrietó. Como nadie se dio cuenta de lo ocurrido, Gordon rápidamente la recogió y la colocó de nuevo en su lugar, pero con el lado agrietado hacia la pared. “Nadie se dará cuenta”, pensó.
Pero Gordon no podía tener paz. Apenas se despertaba en la mañana, corría para asegurarse de que la grieta de la lámpara permanecía oculta. ¡Y su corazón latía con fuerza cada vez que uno de sus padres se acercaba “al cuerpo del delito”! Un día, mientras su mamá desempolvaba los muebles, llegó “el juicio final”.
–¿Fuiste tú quien hizo esto? –le preguntó a Gordon.
Dice Gordon MacDonald, quien hoy es autor de varios bestsellers, que la dichosa lámpara, ya reparada, durante muchos años siguió alumbrando a pesar de su aparatosa caída. Incluso, se tornó más fuerte precisamente en el lugar de la grieta. “La gracia de Dios”, escribió, “es como el pegamento que usó mi madre. La parte que una vez estuvo rota llegó a ser más fuerte de lo que era antes de la caída” (Rebuilding Your Broken World, p. XIX). Quizá, lo mejor de todo –dice él– fue que ¡nunca más se habló del asunto!
¿No es esta una bella ilustración de la manera en que nos perdona Dios? Nos recuerda que una vez estuvimos en el suelo; pero también nos habla de un maravilloso Dios que un día nos levantó del polvo, colocó nuestros pies sobre la Roca y puso en nuestros labios “un cántico nuevo” (Sal. 40:2, 3).
Si todavía hay en tu vida algún pecado no confesado, recuerda que tu Padre celestial está anhelando perdonarte. Ahora mismo está con los brazos abiertos, en espera de su hijo pródigo. ¿Por qué seguir ocultando la culpa? ¿Por qué seguir huyendo?
Gracias, Padre celestial, porque la preciosa sangre de Cristo me limpia por completo. Que la dicha del perdón inunde mi corazón hoy y siempre.