Honrar el tiempo
“Enséñanos a entender la brevedad de la vida, para que crezcamos en sabiduría” (Sal. 90:12, NTV).
La gran mentira que nos hizo creer el consumismo es que podemos ahorrar tiempo, que podemos tratar a las horas como al dinero. La verdad es que nadie, por sabio o poderoso que sea, puede doblar un solo segundo y guardarlo en la billetera para mañana. Vas a gastar absolutamente todos los minutos de hoy. Solo puedes decidir cómo usarlos.
Confieso que a veces administro mi tiempo con la misma gula que provocan los restaurantes de “tenedor libre”. Atiborro mi rutina con actividades, creyendo que hacer más cosas me otorga más valor como persona. Cuando estoy a punto de estallar, me desabrocho el pantalón para engullir tan solo una tarea más. ¡No puedo irme sin el postre!
Pero este atracón nauseabundo no ahorra un segundo de mi vida. Ya sea que corra, haciendo malabares con mil actividades, o que me siente de brazos cruzados, el mundo seguirá girando. Pasarán las estaciones y las constelaciones, aunque no las mire ni las disfrute. Se abrirán flores, crecerán niños, cambiarán presidentes; y yo, indiferente, demasiado cansada como para notar algo.
Nuestra vida es un jardín: tiene espacio y nutrientes limitados. Si sembramos demasiadas semillas, las plantas competirán entre sí y se asfixiarán. Ninguna crecerá lo suficiente como para dar fruto. Debemos aceptar nuestra finitud. “La finitud implica que hay limitaciones prácticas para todos nuestros logros”, escribe el teólogo Milliard Erickson en Teología sistemática. “La limitación en sí misma no es mala. […] Un ajuste adecuado en la vida solo puede conseguirse aceptando nuestra propia finitud. […] No somos, no podemos, ni tenemos que ser Dios”.
Por mucho que nos apuremos, no podremos añadir un solo segundo a nuestras vidas. Aceptar nuestra finitud trae paz y descanso. Trae la satisfacción de priorizar y escoger lo que realmente importa. Trae la libertad de decir que no al resto.
Padre, hay un ritmo marcado con cada sístole y cada diástole. Un tic-tac interno para recordarnos la brevedad de la vida. Ayúdanos a oírlo por encima del ruido de la rutina. Ayúdanos a ver, con ojos de niño, el milagro cotidiano de la vida, que es frágil y bello como las alas de la mariposa, como las burbujas de jabón que flotan en el viento. Ayúdanos a entender que no podemos ahorrar el tiempo, solo honrarlo.