Como vivió, así murió
“Jesús, clamando a gran voz, dijo: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Habiendo dicho esto, expiró” (Lucas 23:46).
Nuestro texto para hoy nos recuerda las últimas palabras que nuestro Señor pronunció desde la cruz, momentos antes de expirar su último aliento. También nos recuerdan la solemne verdad de que, así como él vivió, también murió. Es decir, con absoluta dependencia de la voluntad del Padre.
“Mi comida es que haga la voluntad del que me envió y que acabe su obra”, dijo Jesús a sus discípulos, después de haber presentado el plan de salvación a la mujer samaritana. Y después de haber sanado al paralítico de Betesda: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre” (5:19).
Durante toda su vida, nuestro Señor dependió de su Padre para cumplir la misión que lo trajo a este mundo. ¿Deberíamos, entonces, sorprendernos de que también se colocara en las manos de su Padre en sus momentos de agonía? ¡Qué pensamiento tan solemne! El Creador de los cielos y la tierra, en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col. 2:9), se somete a la voluntad del Padre tanto en la vida como en la muerte.
¿Alguna lección para nosotros? La última parte de la cita precedente de El Deseado de todas las gentes nos da la respuesta. Ahí dice que Cristo “aceptaba los planes de Dios para él, y día tras día el Padre se los revelaba” (p. 179). Pues así como día a día Jesús aceptaba los planes que Dios trazaba para él, ¿no debería también nuestra vida ser el simple desarrollo de la voluntad del Padre celestial? Y si cada día nuestra vida se desarrolla de acuerdo con el plan de Dios, ¿habrían de ser diferentes las cosas cuando nos llegue el momento de partir de este mundo?
Se cuenta que cuando a John Knox, el célebre reformador escocés, le llegó la hora de su muerte, le pidió a su esposa que le leyera el pasaje bíblico donde por primera vez él había echado su ancla. Ella sabía perfectamente cuál era ese pasaje: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Como vivió Knox, así murió: con la plena seguridad de que quien había estado con él en su vida, también estaría con él en su muerte.
Padre celestial, te pido que cada día tu voluntad se cumpla en mí. Y cuando mi peregrinaje en este mundo llegue a su fin, te pido que estés tan cerca de mí como estás hoy.