Vio tu rostro, y también el mío
“Vinieron, pues, a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: ‘Sentaos aquí, entre tanto que yo oro’ ” (Marcos 14:32).
Janusz Korczak fue un médico y educador polaco que fundó y durante casi treinta años dirigió un orfanato de niños judíos en Varsovia. Cuando los alemanes ocuparon Polonia y, entre octubre y noviembre de 1940, establecieron el Gueto de Varsovia, Korczak se dedicó a la tarea de rescatar niños. Durante unos dos años, cuidó de ellos e hizo cuanto pudo para evitar que fueran enviados a los campos de exterminio.
No obstante, sus esfuerzos no prosperaron. En la mañana del 5 o el 6 de agosto de 1942, los oficiales de la SS informaron a Korczak que los niños serían llevados a Treblinka, el temido campo de exterminio; pero le dijeron que él no estaba incluido en la orden de deportación. Korczak rechazó la oferta de salvar su vida. En Treblinka vivió con ellos en una barraca hasta que se dio la orden de que fueran llevados a “las duchas”: la cámara de gas. Se dice que a la entrada de la puerta que daba a la cámara de gas, Korczak recibió otra oferta para salvar su vida. De nuevo, la rechazó.
Quienes hoy visitan Yad Vashem –el museo, en Jerusalén, que honra las víctimas del Holocausto–, podrán ver una gran escultura, en bronce, realizada por el escultor Boris Saktsier. Su nombre: “Korczak y los niños del gueto”. Entre un grupo de niños, sobresale el rostro compasivo del hombre que había vivido por ellos; y que, cuando pudo salvarse, prefirió morir con ellos.
No muy diferente de lo que ocurrió en el Getsemaní, ¿no es cierto? También en el Getsemaní, escribe James R. Edwards, sobresale un rostro: el de Cristo, pero no rodeado por niños, sino por quienes lo crucificaron, por los discípulos, y por la multitud… Pero algo interesante sucede cuando concentramos nuestra atención en todos esos rostros: “Si nos detenemos a verlos, veremos que también nosotros estamos ahí” (The Divine Intruder, p. 137).
Sí, por amor a sus acusadores, y por amor a todos los hijos de la caída humanidad –incluidos tú y yo–, el Hijo de Dios bebería la amarga copa. Dijo: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mat. 26:42).
Quien había dejado el cielo por amor a nosotros, decidió morir por nosotros.
Gracias, bendito Jesús, porque decidiste beber la copa del dolor y el sufrimiento. ¡Y todo por amor a mí! Por las edades eternas alabaré y glorificaré tu santo nombre.
Es un privilegio del ser humano de que el creador nos muestre su amor que nadie lo puede dar en esta tierra como el nos lo da, estoy agradecido por eso, bendiciones