Árbol genealógico
Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición. Génesis 12:2.
Dicen que en Italia es Rossi, Müller en Alemania, Smirnov en Rusia, Smith en Inglaterra y Estados Unidos. Son los apellidos más comunes de esos países. En España, Cuba y Filipinas es García, con más de 10 millones de personas que lo llevan, y curiosamente, es de origen vasco. Pero todos estos apellidos juntos no son nada comparados con el más empleado en China: Li. Más de 120 millones de personas poseen este apellido en sus documentos. ¿Qué pensaría el antepasado de todas estas personas si hubiese imaginado que serían multitudes? Se habría sentido orgulloso, probablemente.
Un estudio de ADN realizado en Inglaterra en 2003 concluyó que un 8 % de los hombres de 16 poblaciones asiáticas compartían un mismo origen. Se rastreó hasta llegar a un personaje muy relevante en Mongolia: Gengis Kan. Los relatos de su vida decían que había tenido cientos de hijos, pero nunca se hubiera pensado que el asunto había llegado tan lejos.
Es muy probable que el tatarabuelo Li o el aguerrido Gengis Kan tuvieran condiciones físicas y sociales que les favorecieron en estas hazañas procreadoras, pero ese, ese no era el caso de Abraham. Era un anciano sin patria, casado con una anciana y con pocas probabilidades de poseer una descendencia numerosa. La promesa de Dios podía parecer una broma de mal gusto, pero al Señor no le agrada jugar con los temas de familia. Y la promesa se cumplió. No es que muchas personas lleven el apellido Abrahánez, Abrahamson o Abramóvich en este mundo. Tampoco podemos rastrear su ADN. Pero sí que podemos constatar que su característica más sobresaliente se ha transmitido durante generaciones: su fe en Dios. Tanto cristianos como judíos y musulmanes se abrazan en él y se hermanan con el deseo de ser hijos del Dios de Abraham.
Lo más hermoso de la bendición divina es que el crecimiento de la familia de Abraham no solo sería en cantidad sino en calidad. Serían una familia de tal calibre, de una naturaleza tan benigna y generosa, que se convertirían en bendición para todos aquellos que los rodeasen. Y la promesa de “ser bendición” nos ha acompañado durante siglos porque nosotros, sus descendientes, debemos ser esa bendición para este mundo. No importa el lugar, ni la condición ni el medio, debemos dejar este planeta mejor que cuando lo encontramos.
No importa el trato que nos den ni lo que recibamos a cambio, ni siquiera si se lo merecen o no, debemos ser personas de bien, gentes de fe. En realidad, no es nada extraordinario porque en nuestra familia somos así.